EL GRAN AVANCE CRISTIANO: LA RECONQUISTA (SIGLOS XI A XIII)

UNA cosa es evidente: España no nació en Covadonga en el año 722. España nació, en todo caso, entre los siglos XI y XIII, los siglos en los que el avance reconquistador cristiano —enseguida lo veremos— fue casi definitivo: tras la conquista de Sevilla en 1248 habría ya solo un estado musulmán en España, el reino nazarí de Granada (1237-1492), que englobaba Málaga, Granada y Almería.

Significativamente, la palabra «español», palabra de origen occitano, comenzó a usarse aplicada a los naturales de los reinos cristianos peninsulares a finales del siglo XI. La leyenda de la «pérdida de España» por don Rodrigo, el último rey godo —leyenda muy temprana que apareció por escrito en la llamada Crónica mozárabe de 754— constituyó uno de los ciclos más característicos de la poesía épica de los siglos XI y XII, y del romancero castellano (siglos XIV y XV). La misma «historia de España», como algo distinto a las meras crónicas y anales de reyes y reinados, nació en el siglo XIII con el Chronicon Mundi (1236) de Lucas de Tuy, la Historia Gothica o De rebus Hispaniae (1243) de Rodrigo Jiménez de Rada y la Estoria de España de Alfonso X, completada entre 1271 y 1283 y escrita además ya en lengua vernácula. La «primera» España no surgió —conviene advertirlo ya— como una unidad, sino al contrario: constituyó una pluralidad de reinos (Castilla y León, unificados definitivamente en 1230; Navarra, nombre oficial del reino de Pamplona desde 1162 e independiente hasta 1512; Portugal, nacido como reino en 1139; y Aragón, o la corona de Aragón, creada en 1137 por la unión dinástica de la hija del rey de Aragón con el conde de Barcelona). El avance cristiano fue en todo momento paralelo al proceso de construcción de los reinos y enclaves cristianos, los citados, como monarquías territoriales estables y consolidadas, como estados «soberanos» propios y distintos.

MAPA 4. La primera España: cinco reinos a mediados del siglo XII.

El avance cristiano en la Península, paralelo a las cruzadas a tierra santa (1096-1270) y a la expulsión de los musulmanes de Cerdeña por Pisa (1022) y de Sicilia por los normandos (1091), fue, además, la manifestación «regional» —dramatizada, si se quiere, por la proximidad y magnitud de la frontera hispánica con el islam— de un hecho general: la afirmación del cristianismo como fundamento del nuevo orden occidental que estaba surgiendo desde los siglos IX y X. Como sucedería en toda la cristiandad, el cristianismo de los siglos IX a XIII —un cristianismo militante, seguro de su fuerza espiritual y doctrinal— creó en los reinos cristianos peninsulares un nuevo universo moral (que no existía, por ejemplo, ni en el 711 ni en el 722, los años de Guadalete y Covadonga, y que existía ya en 1085, año de la reconquista de Toledo): extensión de la vida monástica (benedictinos, cartujos, carmelitas, franciscanos, dominicos) antes casi inexistente, con abadías y monasterios (Ripoll, Liébana, Silos, Cardeña…) como principales centros de devoción y erudición, y polos de repoblación y explotación agraria; afirmación de la autoridad papal, incorporación de la liturgia romana y de la reforma gregoriana; nuevo rigorismo religioso (asociado a las órdenes antes citadas, y otras similares); emergencia de Santiago de Compostela desde el siglo IX como uno de los grandes centros de peregrinación de la cristiandad a través de un camino que desde Francia avanzaba por Jaca, Pamplona, Estella, Logroño, Burgos, Frómista, Carrión y Palencia, León, Astorga, Lugo y Santiago. La pujanza del románico, fruto de la intensísima actividad constructora de catedrales, iglesias y monasterios de los siglos XI a XIII, en Cataluña (San Pedro de Roda o Seo de Urgel, las catedrales de Gerona, Tarragona y Lérida, San Cugat del Vallés), a lo largo del Camino de Santiago (Jaca, Leyre, la catedral de Santiago, San Isidoro de León) y en Castilla y León (iglesias segovianas con galerías porticadas, colegiata de Santillana del Mar, San Juan del Duero en Soria…); la generalización a través de las iglesias de la nueva escultura religiosa de tipo monumental (pantocrátores, imágenes de Cristo crucificado, de la virgen con el niño, escenas bíblicas…), expresión de los nuevos cultos difundidos por la iglesia desde el siglo X, atestiguaban la cristalización del cristianismo como la cultura constitutiva, y popular, de los reinos del norte de España. El cristianismo hizo entre los siglos IX y XIII del paisaje de esa parte de España un paisaje religioso, eclesial, monástico.

MAPA 5. El paisaje religioso, siglos IX al XIII: catedrales, iglesias y monasterios en el entorno del Camino de Santiago.

Posibilitado, como ha quedado dicho, por la desintegración del califato de Córdoba —al extremo de que ya hacia 1060 los reinos cristianos habían impuesto a los reinos de taifas poscalifales parias o pagos de fuertes cantidades en metálico como forma de protectorado militar—, el avance militar cristiano fue relanzado por Fernando I de Castilla y León (1035-1065), que entre 1054 y 1065 llevó la frontera en el Duero hasta el río Mondego, el río portugués de las regiones de Viseu y Coimbra. Y quedó consolidado con dos hechos militares tempranos pero ya decisivos: la conquista de Toledo en 1085 por Alfonso VI (1065-1119), y los grandes avances logrados en la otra gran frontera peninsular, la frontera del Ebro, por el rey de Aragón Alfonso I el Batallador (1104-1134), ya a principios del siglo XII.

Por su valor simbólico y espiritual como capital del reino visigodo y cabeza del cristianismo hispano, y por su valor estratégico como llave del Tajo, la conquista de Toledo fue fundamental. La caída de Toledo, que decidió a los emires musulmanes a llamar en su auxilio a los almorávides (dinastía bereber del Sáhara que regía en el Magreb) rompió el equilibrio militar en la región central de España en favor de Castilla y León. Con sus victorias en Zallaqa (1086), Consuegra (1097) y Uclés (1108), los almorávides contuvieron el avance cristiano, y entre 1090 y 1145 reunificaron parcial y temporalmente al-Ándalus: recuperaron, por ejemplo, Valencia, que el Cid había tomado en 1094. Pero las líneas fronterizas anteriores ya nunca fueron restablecidas.

El avance aragonés no fue menos significativo e importante: primero, porque el reino de Aragón —en el que entre 1076 y 1134 se integró Navarra por vía electiva (tras el asesinato del rey navarro)— era desde 1074, en que se auto-proclamó vasallo del papa, el principal eslabón peninsular de la cristiandad europea (más así tras la incorporación de Navarra, que hizo de Aragón la cabecera del Camino de Santiago); y porque el Ebro, y sobre todo Zaragoza, unos de los reinos de taifas más brillantes y prestigiosos, tenían, como Toledo, un gran valor estratégico. Entre 1107 y 1134, Alfonso I el Batallador conquistó Ejea, Zaragoza (1118), Tudela, Soria (1120), Calatayud, Molina de Aragón, Morella, Mequinenza y solo fracasó, ante los almorávides, en Fraga (1134). El conde de Barcelona Ramón Berenguer III (1082-1131) hizo paralelamente de su región una pequeña potencia militar: conquistó Tarragona e hizo tributarios suyos a los reinos islámicos de Lérida y Valencia, encabezó una primera expedición contra Baleares —en poder musulmán desde 903—, heredó el condado de Cerdaña y se aseguró los derechos sobre el condado de Provenza, lo que hacía de Cataluña, nombre que empezó a usarse en el siglo XII, un poder transpirenaico.

Más aun, la nueva fragmentación de al-Ándalus en taifas tras la crisis y descomposición en 1145 del «imperio» almorávide (que, con todo, dejó en Sevilla obras espléndidas como la Giralda y la Torre del Oro), dio definitivamente a los reinos cristianos la superioridad militar. Alfonso VII (1126-1157), cuyas expediciones militares penetraron en profundidad en los reinos andalusíes del sur, llevó la frontera castellano-leonesa hasta las proximidades del Guadiana; Alfonso I de Portugal —nacido como «condado» en 1095 por cesión del rey castellano-leonés Alfonso VI y proclamado reino por Alfonso I Enríquez en 1139— tomó Lisboa en 1147; y Ramón Berenguer IV, que en 1137 unificó por vía matrimonial Aragón y Cataluña en la corona de Aragón, conquistó entre 1148 y 1160 Lérida, Tortosa, Fraga y otras plazas, y su hijo Alfonso II de Aragón, Teruel (1171) y tierras de su entorno, otro enclave estratégico decisivo. Los reinos cristianos pudieron ya delimitar, mediante tratados explícitos (Tudillén, Cazorla, Almizra) o acuerdos tácitos —o mediante el «derecho» de guerra—, sus respectivas zonas de influencia y expansión territorial.

MAPA 6. El avance de la reconquista entre 1212 y 1270.

El último gran esfuerzo musulmán en la Península, el imperio almohade (1147-1212), fracasó. Los almohades (una dinastía del Atlas marroquí que derribó el dominio almorávide e impuso un nuevo régimen en Marrakech sobre ideales islámicos fanáticos y ultrarrigurosos) volvieron a reunificar el Magreb y buena parte de al-Ándalus (tras cruzar el Estrecho y derrotar a los ejércitos castellanos de Alfonso VIII en la batalla de Alarcos, el 19 de julio de 1195), y estabilizaron por un tiempo la situación. La posible recuperación almohade, apoyada en un fuerte esfuerzo militar —que tuvo enfrente de forma destacada a las recién creadas órdenes militares cristianas (Alcántara, Calatrava, Santiago)—, fue literalmente destruida por la victoria de una gran coalición cristiana —castellanos, aragoneses, navarros, portugueses y voluntarios de toda la cristiandad convocados a «cruzada» por el papa Inocencio III—, bajo el mando de los reyes de Castilla (Alfonso VIII), Navarra (Sancho VII) y Aragón (Pedro II), sobre los ejércitos de Muhammad al-Nasir, el cuarto soberano almohade, en la batalla de Las Navas de Tolosa (Jaén), el 16 de julio de 1212. Las consecuencias fueron devastadoras: con los pasos de Sierra Morena bajo control cristiano, la frontera quedó desplazada de inmediato hasta el Guadiana, y la vía hacia el Guadalquivir quedó despejada. Alfonso IX de León tomó Cáceres y Badajoz (1229-1230); Fernando III el Santo, que en 1230 reunificó Castilla y León, conquistó Murcia (1240), Córdoba (1241), Jaén, Sevilla (1248), Jerez, Cádiz y Niebla (1262); Jaume II, el rey catalano-aragonés, las Baleares (1237) y Valencia (1238); Alfonso II de Portugal, el Algarve (1250-1252).

En torno a 1270, la «reconquista» estaba prácticamente terminada. Del antiguo dominio musulmán solo subsistiría, como se indicó, el reino nazarí de Granada (1237-1492), unos treinta mil kilómetros cuadrados, en torno a trescientos mil habitantes, que además se declaró vasallo del rey de Castilla. El problema del control del Estrecho —que se hizo evidente ahora, tras la conquista de al-Ándalus, en las incursiones que sobre aquel territorio harían desde las costas magrebíes los benimerines (una nueva dinastía bereber que entre 1258 y 1465 impuso su poder en Marruecos y el conjunto del Magreb)— se solucionó, parcialmente, con la victoria de Alfonso XI sobre aquellos en la batalla del río Salado (1340), y con la posterior toma de Algeciras (1344).