EN efecto, la conquista iniciada por Tarik y Musa había culminado en la creación de un poder islámico nuevo. El califato de Córdoba fue el resultado, de una parte, de la propia dinámica generada en la Península por la expansión musulmana; y, de otra, de los cambios y crisis que en los siglos VII y VIII convulsionaron el islam y concretamente, de la caída del califato omeya de Damasco en el año 750, y de la implantación de un nuevo orden islámico, el califato abasí, con capital en Bagdad. En el 756, un omeya de la antigua familia califal, Abd al-Rahman ben Mu’awiya (734-788), huido primero al Magreb y luego a al-Ándalus, proclamó con el apoyo de grupos yemeníes y bereberes el emirato independiente de al-Ándalus con capital en Córdoba; luego, en 929, su nieto Abd al-Rahmán III (891-961), rompiendo toda vinculación religiosa con Bagdad, transformó el emirato en califato y asumió la doble jefatura política y religiosa de todo al-Ándalus. Aunque ni el emirato independiente (756-929) ni el califato (929-1031) fueran estados plenamente estables —se produjeron numerosos levantamientos y rebeliones, graves tensiones por el poder entre clanes y facciones árabes y bereberes, y problemas de orden territorial con distintos gobiernos locales (por ejemplo, la rebelión del muladí Ibn Hafsun en Bobastro)—, al-Ándalus iba a conocer un periodo de unidad estatal y continuidad institucional sin precedentes. Emires y califas pudieron desarrollar así una amplia acción de gobierno: la plena arabización e islamización de al-Ándalus (islamización especialmente intensa y prolongada desde el siglo IX que conllevó, si fue preciso, la represión y marginación de la población cristiana mozárabe y también, en algunos momentos, de las comunidades judías), racionalización y mejora del gobierno y la administración central y provincial, reorganización del sistema financiero —nuevos impuestos, nuevo orden monetario—, reforzamiento de los ejércitos sobre la base del reclutamiento de tropas mercenarias, superioridad militar (puesta de relieve, no obstante victorias cristianas esporádicas como la de Simancas en el año 939, por las expediciones militares de al-Mansur, Almanzor, sobre territorios cristianos ya a finales del siglo X que culminaron con la toma de Barcelona en el 985 y el saqueo de Santiago de Compostela en el 997), sumisión de los reinos cristianos, consolidación de fronteras en el Duero y en la línea Medinaceli-Calatayud, penetración en Baleares, protectorado sobre el Magreb (Melilla, Ceuta, Tánger…), despliegue diplomático internacional.
El resultado fue un estado islámico y una profunda transformación económica y social de tipo oriental que, no obstante la desintegración del califato en reinos de taifas a partir de 1031, iba a consolidarse a lo largo de los siglos XI a XV: economía agropecuaria (ganadería: ganado ovino y también caballos, mulos, asnos y vacuno; agricultura, una verdadera revolución: olivos, viñas, arroz, cítricos, caña de azúcar, trigo, cebada, hortalizas, azafrán, almendros, higueras, membrillo…), nueva forma de poblamiento (ciudades, castillos, alquerías), intensa urbanización (creación de nuevas ciudades como Badajoz, Murcia o Almería, y refundación de otras muchas: la ciudad, en todo caso, como centro comercial y artesanal), regadíos (acequias, albercas, aljibes, norias…), industrias (textil —lino, seda—, cuero, peletería, cordelería, cerámica, papel, metalurgia ligera, ladrillos, yeso, canterías, molinos), minería (plata, cobre, oro, galena, hierro), gran dinamismo comercial (comercio interior en las ciudades; comercio exterior por todo el área del Mediterráneo).
La arabización, que fue muy rápida (los mozárabes eran precisamente cristianos arabizados), y la islamización, que en torno al siglo XII era ya prácticamente completa, integraron al-Ándalus en el universo moral y científico de la cultura árabe-islámica oriental. La cultura andalusí generó, así, una obra considerable: ciencias, astronomía, geografía, medicina, religión, pensamiento jurídico, poesía (las «moaxajas», los «céjeles», El collar de la paloma, 1027, de Ibn Hazm), música, filosofía (Ibn Bayya, Avempace, 1075-1138; Ibn Tufayl, Aventofail, 1110-1185; Ibn Rusd, Averroes, 1126-1198; Maimónides, filósofo judío, de Córdoba, forzado a adaptarse al islam, y autor en 1190 de Guía de perplejos), y arte (mezquitas, alminares, murallas, alcázares, alcazabas, cerámica, objetos suntuarios, cajas labradas de marfil, tejidos…).
La mezquita de Córdoba, cuya construcción inició Abd al-Rahmán I en el año 786 y que ampliaron y reformaron sus sucesores, fue la expresión del poder político, militar y religioso del estado califal cordobés: un imponente monumento y una obra bellísima, con arquerías de dos arcos superpuestos, arcos con dovelas alternas de piedra blanca y ladrillo rojo, arcos lobulados entrelazados (en el mirhab, o sala de oraciones), bóvedas de nervios, mosaicos y mármoles.
El califato de Córdoba fue un gran momento de la historia. Su desintegración en el año 1031 resultó por eso mismo un hecho decisivo: rompió el equilibrio militar peninsular a favor de los reinos cristianos. Los esfuerzos reunificadores posteriores —de almorávides (1090-1145) y almohades (1147-1212)—, fueron efímeros y, por ello, fallidos. La fragmentación de al-Ándalus en semi-estados autónomos, los reinos de taifas (unos veinte tras 1031: Zaragoza, Badajoz, Toledo, Albarracín, Valencia, Granada, Sevilla, Almería…), quedó a todos los efectos como un hecho definitivo. Esta es la conclusión esencial: no es que el avance cristiano provocara el desmembramiento del estado omeya cordobés, sino al revés: fue la desmembración del estado cordobés lo que posibilitó el avance cristiano.
MAPA 3. Los reinos de taifas (año 1031).
La desintegración del califato de Córdoba se precipitó, en efecto, en la violenta, caótica y generalizada lucha por el poder (entre omeyas, amiríes, jefes militares, gobernadores provinciales y locales, notables árabes y bereberes) que siguió a la abdicación forzada en 1009 de Hisham II, el último califa omeya legítimo, y culminó en la abolición del califato en 1031.
La crisis del estado cordobés fue una profunda crisis de legitimidad de la propia institución califal y como tal tuvo causas fundamentalmente internas. Causas inmediatas: la falta de autoridad en el califato derivada de la débil personalidad de Hisham II (976-1009); la desconfianza y malestar producidos en círculos del poder por el régimen autoritario creado entre 978 y 1002 por al-Mansur, Almanzor (Muhammad ben Abi Amir), un miembro de la aristocracia cordobesa de origen árabe que, desde la administración califal, asumió el poder militar, que ejerció brillantemente, y el poder político, como hayib o chambelán real; y la crisis por la sucesión de Hisham II a partir de 1009. Y causas profundas: la debilidad de los conceptos de «estado» y «nación» en el islam, que fue siempre una comunidad de creyentes y no una idea territorial; la concepción árabeislámica del poder como liderazgo carismático (político, militar, religioso) apoyado en clientelas étnico-tribales y lealtades personales (liderazgo que en Córdoba se reconoció a Hisham II y aun a Almanzor, pero no a sus sucesores); la mal resuelta relación entre poder central y poder regional en el estado califal cordobés, basado, como ya ha quedado dicho, en semi-estados autónomos con dinastías propias (los futuros reinos de taifas, una castellanización de mulûk al-tawâif, «reyes de principados»).