EL que a partir del año 711 la Península hubiese formado parte de manera permanente del mundo del islam fue una posibilidad real. La conquista árabe-bereber, llevada a cabo inicialmente por los ejércitos del gobernador de Tánger, Tarik ben Ziyad —unos doce mil hombres, en su mayoría bereberes—, el ejército que venció en julio de 711 a don Rodrigo, y del gobernador de Kairuán (Ifrikiya, la futura Túnez) Musa ben Nusayr —otros dieciocho mil efectivos, muchos de ellos árabes que entraron en la península en el 712—, más los refuerzos que irían llegando posteriormente, fue fulgurante. Salvo por la cornisa cantábrica —Asturias, Cantabria, los territorios vascos— y una pequeña parte de la región pirenaica, para el año 718 los ejércitos islámicos habían conquistado la práctica totalidad de la Península.
El proyecto fue inequívoco desde el primer momento: la arabización e islamización de lo que los conquistadores llamaron inmediatamente al-Ándalus, y nunca Hispania, España o demás variables. Inicialmente, hasta el año 750, al-Ándalus se integró como provincia en el califato omeya de Damasco. La ocupación, dirigida por gobernadores nombrados directamente desde Damasco, se hizo de acuerdo con los criterios y principios que habían presidido la expansión del islam desde el siglo VII por Arabia, Siria, Oriente medio y norte de África: operaciones militares, ocasionales tratados de aceptación o sumisión con las poblaciones ocupadas, reparto de tierras, nueva fiscalidad, acuñación de moneda árabe, acomodación de las poblaciones autóctonas (en nuestro caso: cristiana, los mozárabes; y judía, minoría escasa bajo los visigodos que crecería bajo la dominación musulmana hasta llegar a los cincuenta mil en los siglos XI-XII), creación de un orden administrativo, y consolidación de las fronteras (que, tras la derrota sufrida por los musulmanes ante los francos en Poitiers en el año 732, se fijarían al norte en el valle del Ebro, y al oeste, en una especie de tierra de nadie, escasamente poblada, a lo largo de la línea del Duero, fronteras defendidas por coras o provincias militares musulmanas, y por castillos y fortalezas de nueva construcción, estratégicamente situados).
La ocupación fue, por un tiempo, superficial, la asimilación de la población hispano-romana solo incipiente, y la estabilización del orden árabe-bereber, precaria: tensiones y enfrentamientos de poder entre los conquistadores árabes y bereberes, problemas de convivencia entre las minorías étnico-religiosas (cristianos mozárabes, musulmanes, judíos, muladíes o cristianos convertidos al islam), incertidumbre e inseguridad fiscal y monetaria, discrepancias graves entre las nuevas autoridades sobre las ritmos y las formas de la conquista militar y de la islamización de al-Ándalus, fragmentación territorial del poder en semi-estados provinciales autónomos. Pero la conquista fue, con todo, irreversible.
La creación y consolidación de pequeños enclaves territoriales cristianos al norte del Duero —el reino de Asturias, un territorio poco romanizado y ahora base de refugiados hispano-visigodos— y en la región prepirenaica al norte del Ebro (el reino de Pamplona, los condados de Aragón, Sobrarbe, Ribagorza, Barcelona, Manresa, Cerdaña, Urgel), aquí por iniciativa o bajo la influencia del reino carolingio, el gran imperio cristiano franco-germánico de Carlomagno, como parte de su «marca» o frontera militar en la región, fue en el corto plazo comparativamente poco significativa. Aun capaces ya en los siglos VIII y IX de combatir militarmente contra los ejércitos musulmanes, los enclaves cristianos del norte no constituían una amenaza militar seria para al-Ándalus. La victoria de Pelayo en Covadonga en el año 722, que la tradición nacional española magnificaría como el origen de la reconquista, apenas tuvo eco alguno en las fuentes musulmanas.
Los primeros reinos y condados cristianos fueron, pues, núcleos de resistencia. Así, el pequeño territorio vascón de Pamplona, vertebrado en torno a la dinastía Arista, un reino independiente del control carolingio (como mostró el episodio de Roncesvalles, año 788, en el que los vascones aniquilaron la retaguardia de un ejército de Carlomagno que había entrado en la Península para estabilizar las fronteras del Ebro); y los condados aragoneses y catalanes, creación directa, como ha quedado dicho, del estado carolingio y reorganizados tras la desintegración de este en los condados de Aragón y de Barcelona (que con Borrell II, 947-992, englobó a todos los territorios de lo que desde el siglo XII se llamaría Cataluña), estaban en los siglos IX y X todavía solo precariamente consolidados.
MAPA 1. Al-Ándalus en el año 732, en su época de máxima extensión.
Con todo, los reyes asturianos (Pelayo, Alfonso I, Alfonso II, Ordoño I, Ramiro I, Alfonso III…) extendieron su reino (siglos VIII y IX) por toda la cornisa cantábrica y gallega, el norte de Portugal y la cuenca del Duero. Alfonso II (781-842), a favor de la creciente inmigración a su reino de mozárabes procedentes de al-Ándalus, reorganizó la corte de acuerdo con el protocolo y la administración visigodos —proclamando así la continuidad entre el reino de Asturias y la monarquía visigoda—, adoptó el Liber Iudiciorum de esta como base jurídica de su reino, y rompió con la iglesia toledana (sometida al poder musulmán). Alfonso III (866-910) pudo ya trasladar en el año 910 la capital de Oviedo (donde quedaron edificios prerrománicos singulares, como la cámara santa, Santa María del Naranco y San Miguel de Lillo) a León, llave del Duero. El «descubrimiento» en el siglo IX del sepulcro del apóstol Santiago en Compostela —enseguida objeto de peregrinación para toda la cristiandad occidental— y la colonización y repoblación del Duero a lo largo del siglo X, sobre todo bajo Ordoño II y Ramiro II, reforzaron lógicamente la estabilidad y el dominio de León (Asturias, Galicia, León y las regiones fronterizas de Portugal y Castilla).
Aun así, los objetivos inmediatos y perentorios de los territorios cristianos —condicionados por su situación de frontera con el islam, su circunstancia histórica específica— eran puramente defensivos: consolidación de bases territoriales propias, fijación y protección de fronteras, legitimación del poder territorial. No había —no podía haberlos— ni ideal de reconquista ni ideal unitario: la política militar de los reinos cristianos, la guerra, respondía básicamente a las necesidades de su seguridad y defensa. León abrigó ambiciones y sentimientos «imperiales», derivados de su voluntad hegemónica como reino. El prestigio y la fuerza de la monarquía leonesa, el posible hegemonismo leonés —que sin duda existió, producto del crecimiento del reino en los siglos IX y X—, se vieron, sin embargo, gravemente cuestionados desde pronto. Primero, por la formación a partir del año 970 en la frontera fortificada oriental, en la región de Burgos, de Castilla como condado independiente, un principio de desvertebración del reino. Segundo, por la aparición del reino de Pamplona —o Navarra, nombre que apareció en fuentes carolingias del siglo VIII y cuyo uso fue extendiéndose—, como alternativa —explícita— a León. Su rey Sancho Garcés I (905-925) conquistó para el reino pamplonés la Rioja y algunos pequeños enclaves aragoneses, e intervino activamente en asuntos internos de León y Castilla. Sancho Garcés III (Sancho el Mayor, 1000-1025) anexionó Sobrarbe, Ribagorza, tierras del valle del Ebro y Soria y territorios de Álava, Vizcaya y Guipúzcoa —nombres que con gran imprecisión geográfica aparecieron en los siglos IX a XI—, y aun la propia Castilla (1029), una incorporación temporal por razones de parentesco.
El hecho era además que, como mostraban otros ejemplos europeos y ante todo el propio imperio carolingio, la realidad social y político-jurídica de la alta Edad Media (economías rurales de ámbito comarcal, pobre desarrollo de vías de comunicación, sentido vasallático y patrimonial del poder, aparatos y burocracias de gobierno elementales) no era compatible con unos estados de gran extensión. En 1035, en cualquier caso, Sancho el Mayor dividió sus territorios entre sus hijos: dejó Pamplona a su hijo mayor García, y creó los nuevos reinos de Aragón (para Ramiro) y Castilla para Fernando, que entre 1037 y 1065 reunió por matrimonio las coronas de Castilla y León (aunque la unión definitiva entre ambos reinos no se produjo hasta 1230).
En torno al año 1000, los reinos cristianos componían —que es lo que importa— unos dominios de unos 160.000 kilómetros cuadrados de extensión, con una población que podría aproximarse al medio millón de habitantes. El califato de Córdoba, el gran estado en que desembocó, entre los años 929 y 1031, al-Ándalus, abarcaba unos 400.000 kilómetros cuadrados y su población estaba en torno a los tres millones de habitantes.
MAPA 2. Año 1000: reinos cristianos y califato de Córdoba.