LA entidad del estado visigodo fue, en efecto, débil y su vida histórica, breve. Paradójicamente, la memoria visigoda iba a ser extremadamente larga. El goticismo, la tesis del reino «godo» como antecedente de la monarquía astur-leonesa de los siglos IX a XIII y raíz, por tanto, de la idea de recuperación de la Península tras la invasión musulmana —tesis que apareció ya en las propias crónicas oficiales astur-leonesas—, tuvo vigencia recurrente en visiones sustantivas de la historia de España: de la Historia Gothica del arzobispo toledano Jiménez de Rada, escrita hacia 1245, a Los españoles en la historia de Menéndez Pidal, de 1947. En España invertebrada (1921), Ortega y Gasset hacía de la excesiva romanización de los godos hispanos —comparada con el germanismo de los otros pueblos «bárbaros»— una de las posibles explicaciones de la «anormalidad» histórica española. El nacionalismo católico español de los siglos XIX y XX vio en los visigodos los forjadores de la unidad política y espiritual de España: «España empieza a ser —escribió Ramiro de Maeztu, el escritor noventayochista convertido después en uno de los ideólogos de la ultraderecha nacionalista española— al convertirse Recaredo (año 589) a la religión católica».
El unitarismo visigodo, la creación de un estado unitario en España —un hecho único en el caótico contexto de su época, el siglo VI— fue, en muchos sentidos, más nominal que efectivo. El dominio visigodo sobre la Península no fue inmediato. Hasta principios del siglo VI (año 507), los territorios visigodos en Hispania quedaron integrados en el reino visigodo de Toulouse. Luego, algunos enclaves no visigodos —el reino suevo del noroeste, el enclave bizantino del sureste, una importante franja territorial desde Cartagena a Málaga bajo control del imperio romano de oriente desde el año 527— subsistieron hasta tarde: el primero hasta el año 585, el segundo, hasta el 565; los visigodos tuvieron además que combatir en el norte, de forma casi permanente, a los vascones.
El reino visigodo no se consolidó hasta avanzado el siglo VI, con el reinado de Leovigildo (569-586), quien implantó la autoridad del reino sobre la España central y meridional —con centro en Toledo—, dotó al estado del ceremonial y la burocracia palatina propios de una monarquía, liquidó los enclaves suevo y bizantino, y aplastó la rebelión en el sur, apoyada también por Bizancio, de su propio hijo Hermenegildo. A ello siguieron, como factores de unidad, por lo menos dos hechos trascendentes: la conversión de Recaredo en 589 del arrianismo al catolicismo —una medida de distensión hacia la iglesia hispana—, que adquirió así autoridad y poder institucionales extraordinarios, y la promulgación en el año 654 por Recesvinto del Liber iudiciorum, un código legal —espléndido— de aplicación general en todo el reino.
Aun así, los límites del estado visigodo fueron en todo momento palmarios: exigüidad demográfica; naturaleza electiva de la monarquía, causa de la inseguridad sucesoria que la caracterizó; debilidad económica, ruralización y protofeudalización del reino (concentración de la propiedad en manos de las aristocracias visigoda e hispanorromana, y explotación de la tierra mediante colonos); decadencia de la vida y las economías urbanas, colapso de la economía monetaria, del comercio y de la minería.
Los reyes godos no fueron los primeros reyes «españoles». El latín siguió siendo la lengua oficial. Hispania, y no un término germánico, siguió usándose como nombre geográfico de la Península. En las fuentes de la propia etapa visigótica se hacía referencia a los habitantes de la Península como «godos»: ni «romanos», que ya no lo eran, ni «españoles», que aún tardarían en serlo. Fuera de la España central, e incluso en esta, la realidad institucional de la organización territorial del reino visigodo —a cargo de duces y comites (origen de duques y condes)— debió de ser decididamente precaria. La misma herencia cultural visigoda fue escasa: algunas iglesias prerrománicas (San Juan de Baños, Santa Comba de Bande, San Pedro de la Nave…), orfebrería, restos de alguna ciudad nueva (Reccopolis en Guadalajara, Olite en Navarra), la figura y la obra de san Isidoro, cambios litúrgicos —lo que luego sería el rito mozárabe— y algunos germanismos («guerra», «burgos», nombres como Rodrigo, Alfonso o Fernando y otros).
Tomada en su conjunto, y no obstante la estabilidad lograda por Leovigildo, la historia del reino visigodo fue más una sucesión de reinados efímeros —en los que la fuerza y la usurpación fueron instrumentos del poder monárquico— que el despliegue de la acción de gobierno de un estado consolidado.
La invasión musulmana de la Península (año 711) fue resultado de la intervención de una expedición militar de tropas del gobernador del norte de África, Musa ben Nusayr, en apoyo de una de las facciones nobiliarias visigodas —los witizanos— en el marco de la guerra civil que estalló a la muerte de Witiza (702-710) por la sucesión del reino. La derrota en Guadalete, en julio del año 711, de don Rodrigo, el dux de la Bética y último rey godo —cuya proclamación rechazaron los witizanos— supuso la destrucción del reino visigodo. Entre los años 711 y 718, los ejércitos islámicos conquistaron la Península casi entera: la mejor demostración de la extrema debilidad de la estructura estatal visigótica, que en su etapa final equivalió en buena medida a un verdadero vacío de poder.
Como Roma a partir del 218 a. de C., el islam iba a cambiar radicalmente la historia de la Península. La Bética, la provincia más romanizada de Hispania, iba a ser a partir del año 711 y en muy poco tiempo además, al-Ándalus, una región plenamente arabizada e islamizada. Nadie pudo haberlo previsto: el islam ni siquiera existía antes del año 622. Como hemos ido viendo, la historia de la Península —como la historia en general— careció en todo momento, desde el Homo antecessor en Atapuerca a la invasión musulmana, de lógica predeterminada. Lo que realmente pasó tuvo razones y causas evidentes. Pero tuvo también mucho de imprevisto y contingente: realidades oscuras, secuencias discontinuas, factores azarosos, mera sucesión de acontecimientos… La historia es, por definición, estupefaciente.