LA ROMANIZACIÓN

EL mundo ibérico —lo acabamos de ver— era una civilización instalada en la dinámica del mundo mediterráneo. Este fue un hecho capital. La pugna por la hegemonía del Mediterráneo entre las dos potencias de la región, Cartago y Roma —Cartago, ciudad fenicia en el norte de África y poder comercial con colonias en Sicilia, Cerdeña, Baleares y la costa ibérica; Roma, la república que desde el siglo V a. de C. dominaba la península italiana—, cambió la historia peninsular. Concretamente, la segunda de las tres guerras que Roma y Cartago libraron entre los años 264 y 146 a. de C. —que concluyeron con la destrucción total de Cartago—, metió de lleno la Península en el conflicto. La guerra, en efecto, fue provocada por la expansión cartaginesa por la península Ibérica, que Cartago vio como clave de su recuperación colonial y militar tras su derrota en la guerra anterior (264-241 a. de C.) y fue desencadenada por el ataque cartaginés contra la ciudad edetana de Sagunto, aliada de Roma. La Península fue escenario fundamental de la guerra.

Aníbal, el general cartaginés, hizo de aquella la gran plataforma de sus ejércitos y la base de su espectacular, pero finalmente fallida, marcha sobre Italia por los Alpes, que llegó a amenazar Roma misma. Roma respondió con el envío de tropas a Ampurias (218 a. de C.), una operación contra las bases peninsulares del poder cartaginés (cuya liquidación llevó a los ejércitos romanos varios años, hasta el 205 a. de C.).

Esto es lo que importa: sin Roma no habría habido España. La presencia romana en Hispania, un territorio que los romanos conocían mal y sobre el que en principio no tenían proyecto alguno, surgió, pues, como una mera intervención militar. Derivó enseguida en conquista (197-19 a. de C.), y esta, en la romanización de la Península, en la plena integración de España en el sistema romano, hasta el final de este ya en el siglo V de la era cristiana.

La conquista, que incluyó las Baleares, respondió básicamente a tres tipos de razones: 1) estratégicas: controlar y estabilizar la Península, y por tanto, el extremo occidental del Mediterráneo: 2) económicas: explotación de los recursos mineros de Hispania (plata, oro, cobre, piritas, plomo) e incorporación de la economía agrícola hispana —cereales, aceite, vino…— a la economía romana; 3) políticas: extensión a Hispania de las guerras civiles romanas, carrera militar en Hispania como factor de prestigio en la propia Roma.

La romanización conllevó, como ya se ha apuntado, cambios radicales para la historia peninsular: latinización, creación de estructuras político-administrativas (provincias, gobernadores, ciudades, municipios), principios de derecho, red viaria, grandes infraestructuras, toponimia y onomástica nuevas, idea de ciudadanía, nuevo orden social, cultura romana, nuevos sistemas religiosos (incluido, ya muy tardíamente, siglo III de nuestra era, el cristianismo).

La conquista —operaciones militares inconexas, no el despliegue de una estrategia planificada— no fue fácil y exigió a Roma un considerable esfuerzo. De hecho, la Península no quedó pacificada hasta el año 19 a. de C. La ocupación tropezó con focos de rebelión locales endistintos puntos de la Península —objeto de campañas militares romanas de carácter puntual y temporal— y con la resistencia generalizada de los lusitanos, bajo el mando de Viriato, y de los celtíberos (segedanos, arévacos). Dos largas guerras (149-139 a. de C. y 154-133 a. de C., respectivamente) que obligaron a las autoridades romanas al empleo de ejércitos de 30.000-40.000 hombres y conocieron momentos de considerable violencia, como la destrucción de Numancia en el año 134 a. de C. por Escipión Emiliano, tras ocho meses de sitio.

La conquista se solapó además, como se indicaba, con las guerras civiles romanas. Primero con la guerra de Sertorio (83-73 a. de C.), el general y político romano que, enfrentado a Sila, construyó en Hispania, tras atraerse el apoyo de distintos pueblos hispanos, la base militar y territorial de un posible camino independiente de Roma (y que venció a las legiones romanas en numerosas ocasiones, hasta su asesinato en Osca, Huesca, y la posterior derrota de sus tropas por Pompeyo); y enseguida, con la guerra civil entre Pompeyo y Julio César (49-44 a. de C.), que César extendió a Hispania a la vista de los importantes apoyos militares que Pompeyo tenía en la Península, y que concluyó con la victoria de César sobre los pompeyanos en Munda, cerca de Córdoba, en el año 44 a. de C. La conquista concluyó, finalmente, con la pacificación del noroeste peninsular por el ya emperador Augusto (26-16 a. de C.), tras una guerra complicada y dura por la belicosidad de los cántabros.

La romanización, un proceso gradual de transformación de intensidad regional muy distinta, comenzó muy pronto. Roma creó el primer orden institucional para la Península en la historia, un sistema político-administrativo totalmente latinizado. Por un lado, Roma procedió a la estructuración del territorio en provincias regidas por gobernadores (pretores, cónsules, procónsules, propretores, legados imperiales, según su función específica y las estructuras administrativas romanas):

MAPA 2. Provincias de la Península bajo la dominación romana.

—dos en el 197 a. de C. (Hispania Citerior al norte e Hispania Ulterior al sur).

—tres en el 15 a. de C., tras la reforma provincial de Augusto (Bética con capital en Corduba, Córdoba; Lusitania, capital Emérita Augusta, Mérida; y Citerior, capital Tarraco, Tarragona), subdivididas en conventos judiciales.

MAPA 3. Ciudades fundadas por los romanos entre 206 a. de C. y el siglo I a. de C.

—y seis en el año 288 de nuestra era, tras la reforma del imperio por Diocleciano: Tarraconense, Cartaginense, Gallecia, Lusitania, Bética y Mauritania Tingitana (norte de África), incluidas en la diócesis Hispaniarum (nueva división imperial de rango superior regida por un vicario y dependiente de la prefectura de las Galias).

Por otro lado, Roma implantó un complejo sistema de administración local sobre la base de colonias y municipios romanos —con plenos derechos de ciudadanía romana—, municipios de derecho «latino» (escalón previo a la ciudadanía romana), civitates o ciudades indígenas sin derechos especiales (pero o federadas o libres o estipendiarias de Roma) y, por último, poblados o pueblos (populi) y vicus o pagus, esto es, aldeas, todos ellos regulados por las leyes, el derecho y las ordenanzas municipales romanas, y regidos también por magistrados y cargos propios (duunviros, ediles, cuestores).

MAPA 4. Calzadas romanas en la península Ibérica.

Roma impulsó la urbanización de la Península. Itálica (Santiponce, 206 a. de C.), asentamiento de veteranos de la guerra púnica, Carteia (en Algeciras, 171 a. de C.), colonia «latina», Valentia, Corduba, Palma, fueron fundadas en época republicana; Tarraco, Barcino (Barcelona), Cartago Nova (Cartagena), Hispalis (Sevilla), Emérita Augusta, Olisipo (Lisboa), Cesaraugusta (Zaragoza), bajo César y Augusto; Clunia, Complutum (Alcalá), Toletum, Asturica (Astorga), Ira Flavia (Padrón) y muchas otras, ya en el siglo I de nuestra era. Las ciudades —unas cuatrocientas, de ellas un centenar, y sin duda Emérita, Tarraco y Corduba, las mayores de todas, con verdadera entidad urbana (entre 14.000 y 40.000 habitantes)— se configuraron según el modelo de la propia Roma e incorporaron por ello construcciones características de la vida urbana romana: termas y baños, alcantarillado, teatros (Mérida, Itálica, Sagunto), anfiteatros, templos, basílicas, acueductos (Segovia, Mérida), foros, arcos de triunfo (Bará, Medinaceli), circos, murallas (Lugo, Coria). La amplia red viaria de calzadas construida (Vía Augusta, Vía de la Plata…) y las obras de infraestructura complementarias (puentes, como los de Córdoba y Alcántara, puertos) vertebraron la Península; y con el tiempo, diversos ramales y redes interiores tejieron una especie de gran retícula de comunicaciones interpeninsulares.

Roma creó una sociedad nueva en la Península. La incorporación al sistema económico romano —explotación de recursos naturales, exacciones fiscales, moneda romana— reguló y potenció la economía peninsular que, al margen de las economías locales y aisladas de subsistencia, pareció incluso configurarse como un modelo —obviamente, no planificado— de economía regional especializada. Con tres pilares básicos: explotación masiva de minas (cobre de Riotinto, en Huelva; oro en el norte y el noroeste, como en Las Médulas, León; plata y plomo en los enclaves mineros de Jaén, Almería y Cartagena); amplia producción agropecuaria (cereal y sobre todo trigo, aceite, vino, productos hortofrutícolas, cría de caballos, lana, esparto, salazón como el garum o caballa de Cartagena…) sobre el sistema de villae trabajadas por colonos y siervos; exportaciones de aceite y también vino a Roma y otros puntos del imperio mediante comercio marítimo (Hispania importaba productos manufacturados, tejidos, productos de alimentación, metales, cerámica, mármoles, etcétera).

Aun coexistiendo con las formas organizativas prerromanas, la compleja estructura jurídico-social romana se extendió igualmente al mundo social hispano-romano: órdenes jerárquicos (senatorial, ecuestre, decurional), estatus jurídicos (ciudadano romano, ciudadano latino, peregrini o extranjeros, libertos, siervos o esclavos, colonos), propiedad privada, sistema familiar (pater familias, esposa, hijos y clientelas familiares). Riqueza y estatus jurídico determinaron la estructura de la sociedad y las mismas relaciones sociales. A nivel social: por un lado, la oligarquía imperial hispana (miembros del orden senatorial y del orden ecuestre romanos) y las elites urbanas y familias poderosas que detentaban las magistraturas y la burocracia de las ciudades peninsulares; por otro, la plebe (urbana y rústica), los peregrini o extranjeros, los libertos y los esclavos. A nivel jurídico: ciudadanos y no ciudadanos —pero todos ellos hombres libres— y, frente a ellos, los esclavos o siervos (públicos o privados, que trabajaban en el servicio doméstico o en la minería y la agricultura, o como gladiadores o en oficios diversos) y los libertos, esclavos manumitidos (que podían llegar a tener buena posición económica pero que solo excepcionalmente alcanzaban la ciudadanía y, por tanto los cargos públicos). Los romanos no impusieron sus cultos (Diana, Júpiter, Juno, Minerva, Hércules, Ceres, Marte, y a partir de Augusto, el culto al emperador) a la Península: sencillamente, estos se extendieron por ella, y coexistieron con los cultos prerromanos autóctonos de carácter por lo general local, y con los cultos orientales que en su día habían introducido los fenicios, cartagineses y griegos (Astarté, Melqart, Esculapio…).

En cualquier caso, aunque la romanización no fuera ni uniforme ni completa ni simultánea en todas las regiones —fue intensa en la Bética y en las regiones del Mediterráneo, parcial en Lusitania, en las mesetas centrales y el noroeste, y débil en el norte—, Hispania terminó por ser una de las provincias más romanizadas del imperio. Como mostraría la aparición de importantes personalidades romanas originarias de Hispania —escritores (Séneca, Marcial, Pomponio Mela, Columela, Quintiliano), senadores, gobernadores provinciales, altos funcionarios, tribunos militares, emperadores (Trajano, Adriano, Teodosio)—, las elites hispanas se integraron pronto en el sistema romano. El emperador Vespasiano concedió el ius latii, la ciudadanía latina, a Hispania en el año 74 de nuestra era (aunque según ciertas interpretaciones, limitada a las zonas y ciudades más latinizadas), y Caracalla, la plena ciudadanía en el año 212.

Séneca (4 a. de C.-65 d. de C.), nacido en Córdoba pero educado en Roma y hombre de posición económica muy acomodada, fue sobre todo un filósofo —si bien con una notable y agitada vida pública: cuestor y senador con Calígula, desterrado por Claudio, preceptor de Nerón, implicado luego en una conspiración contra este que le costó la vida—, un moralista, cuya obra (De tranquillitate animi y muchas otras, junto a una docena de tragedias: Medea, Fedra…), impregnada de preocupaciones próximas a la doctrina estoica, giró en torno a la idea de virtud: era, en suma, una meditación moral sobre la vida —sobre la brevedad de la vida, el bien, la actitud ante el dolor y la muerte, la felicidad— que incitaba al hombre a obrar virtuosamente (vida austera, indiferencia ante placeres y éxito, desprendimiento personal…) y a vivir en conformidad con la realidad y la naturaleza, un pensamiento que revelaba ya las preocupaciones morales que empezaban (siglo I de nuestra era) a agitarse en la conciencia del mundo romano. Lucano (39-65) escribió La Farsalia, un gran poema épico sobre Pompeyo. Pomponio Mela y Columela (De re rustica, doce volúmenes), nacidos en la Bética, fueron geógrafos. Marcial (40-103 de nuestra era), nacido en la Tarraconense, en Bilbilis (Calatayud) y autor de los Epigramas, fue sobre todo un escritor satírico, y Quintiliano, su contemporáneo, nacido en Calagurris (Calahorra), un retórico, un pedagogo, cuyas ideas ensalzaban las viejas virtudes morales romanas.

El nombramiento de hispanos como emperadores fue, lógicamente, expresión del alto grado de romanización que había alcanzado la Península, y también del peso que en algunos momentos tuvieron en Roma los círculos de poder hispanos. Trajano (53-117), oriundo de Itálica, emperador entre los años 98 y 117, fue el primer emperador nacido en las provincias del imperio. Nombrado por el senado en razón de su prestigio militar —tras una carrera labrada en las fronteras germano-danubianas—, Trajano fue ante todo un emperador militarista (pero cuya política interna mostró una gran preocupación social por el problema de la pobreza urbana), que entre 100 y 106 conquistó la Dacia —más o menos, Rumanía— y extendióel imperio hacia oriente (Mesopotamia, Armenia, Arabia). Adriano (76-138), un hombre culto fascinado por la cultura griega y por la arquitectura, pariente de Trajano, al que sucedió, y miembro como él de una poderosa familia de Itálica, estabilizó el imperio: visitó muchas de sus provincias y ciudades, fijó y reforzó las fronteras —el ejemplo más conocido: la muralla de Adriano, de 118 kilómetros, en el norte de Inglaterra—, construyó en todas partes templos, monumentos y edificios oficiales como símbolo del poder imperial, y liquidó definitivamente la resistencia judía en lo que pasó a ser la nueva provincia imperial de Palestina. Teodosio, el tercero de los emperadores hispanos (379-395), natural de Cauca (Coca, en Segovia) y miembro también de una influyente familia de la aristocracia hispana, tuvo ya que hacer frente a la crisis del imperio: la desintegración territorial (Teodosio optaría al final por la división entre sus hijos: occidente para Honorio, oriente para Arcadio); el grave problema del asentamiento de los pueblos «bárbaros» en las fronteras, puesto de relieve por la tremenda derrota de Roma ante los godos en Adrianópolis, en los Balcanes, en el año 378; la cuestión de la oficialización o no del cristianismo (que Teodosio, en efecto, oficializó, prohibiendo además, en 391, todos los cultos paganos).

Entre los siglos I y V, por tanto, la historia de Hispania fue parte de la historia de Roma. Aunque la realidad de los pueblos prerromanos no desapareciera totalmente —el caso de la lengua vasca, por ejemplo—, la romanización dio a la Península su primera identidad en la historia: una identidad estrictamente romana, ni siquiera hispano-romana. Terminada la conquista en el año 19 a. de C., Hispania no planteó problemas especiales al imperio. Hispania fue así una parte del universo romano occidental. Los hechos de Roma repercutieron en Hispania, y no al revés.

La cristianización de la Península, por ejemplo, una cristianización, lenta, tardía y no evidente hasta el siglo III de nuestra era —y en las zonas menos romanizadas hasta bien entrada la Edad Media—, arraigó sobre todo en comunidades de comerciantes y artesanos de los núcleos urbanos más urbanizados y abiertos, como las ciudades portuarias de la Bética y del Mediterráneo (nada que ver, pues, con leyendas piadosas como el viaje del apóstol Santiago o la visita de san Pablo a la Península): los mártires de la persecución de Decio (año 250), por ejemplo, se localizaron sobre todo en Tarragona y Zaragoza. El curso del cristianismo peninsular fue paralelo al curso del occidental. A la luz de la evidencia (desaparición de restos arqueológicos de otras religiones y profusión de restos cristianos), la cristianización, favorecida por la legalización del culto por el emperador Constantino en el año 313, se generalizó en Hispania en el siglo IV. Las persecuciones de Diocleciano a principios de ese siglo golpearon ya a numerosas ciudades hispanas: Complutum, Córdoba, Hispalis, Barcelona, Emérita… Los obispos hispanos reunieron su primer concilio peninsular entre los años 303 y 314, en Iliberris (Elvira, Granada). Osio (258-357), el obispo de Córdoba, fue uno de los principales colaboradores de Constantino en la cuestión religiosa, y como tal presidió el concilio de Nicea (325), el primer gran concilio del mundo cristiano. La iglesia hispana tuvo ya sus primeras crisis de crecimiento: disidencias internas, luchas de poder, desviaciones doctrinales. El priscilianismo, un movimiento de tipo profético, ascético y monástico surgido en torno a Prisciliano, obispo de Ávila a partir del año 381, contó con apoyos importantes en distintas sedes episcopales de Hispania y Aquitania, y también con la fuerte oposición de otros obispos hispanos, que lograron la condena por herejía y ejecución de Prisciliano en el año 385.

Aun comparativamente estable, Hispania se vio arrastrada por la crisis final del imperio romano, un proceso largo, no una «caída» súbita, que se inició con la anarquía militar de los años 235-270 y con el propio ascenso del cristianismo a partir del siglo III —un serio desafío al culto imperial romano—, y que en los siglos IV y V escaló hasta una verdadera desestructuración del sistema que llevó a la desaparición institucional del imperio romano de occidente en el año 476 entre problemas ya incontrolables: desintegración administrativa, deslegitimación del poder (autoritarismo imperial, usurpaciones, continuas crisis sucesorias, permanente intervencionismo militar, eclipse de las viejas instituciones romanas), tensiones fronterizas y presión de los pueblos germánicos, guerras y revueltas sociales, crisis económica y social, decadencia de la vida urbana, ruralización.

El detonante de la crisis en Hispania fue la penetración desde la Galia, en el año 409, de varios pueblos germánicos: vándalos, alanos y suevos. La respuesta imperial contra la amenaza, el recurso a los visigodos (pueblo también germánico, romanizado y cristianizado) «federados» al servicio del imperio desde finales del siglo IV e implantados desde principios del siglo V en el sur de la Galia, donde crearon el reino godo de Toulouse (418-507), tuvo resultados sin duda imprevistos para el poder romano. Derrotados en la Galia por los francos en el año 507, los visigodos rehicieron su reino en Hispania (fijando la capital en Toledo en el año 568), buena parte de la cual habían ido conquistando desde Toulouse a lo largo del siglo V. Las invasiones germánicas y la implantación final de los visigodos —unos 150.000 en una población, la hispana, estimada en torno a cuatro millones— supusieron, pues, la liquidación del dominio romano en la Península. Desde el año 197 a. de C., los romanos habían estructurado administrativa e institucionalmente Hispania sobre la base de provincias y municipios. Entre 507 y 711, los visigodos crearon algo más: un estado, un reino propio. El hecho tuvo, sin embargo, poco de excepcional: el imperio romano fue reemplazado en todo occidente a partir del siglo V por un conglomerado caótico e inestable de reinos, pueblos (francos, visigodos, burgundios, anglos, sajones, alamanes, ostrogodos, lombardos…) y enclaves territoriales, embriones de estados por lo general débiles y casi siempre efímeros (pero origen último, con todo, de futuras naciones).