LA cultura argárica era, en otras palabras, una cultura situada ya —como las grandes civilizaciones coetáneas antes citadas— en el umbral mismo de la historia. De hecho, la Península «entró» en la historia —esto es, apareció en fuentes escritas— hacia el siglo IX a. de C. La Tarsis del Libro de los Reyes bíblico, fechado en torno a 961-922 a. de C., podría ser Tartessos, la ciudad-estado o región ubicada en el bajo Guadalquivir (Huelva, Sevilla) —que por la arqueología se sabe que existió entre el 900 y el 550 a. de C.—, aludida también en leyendas y mitos griegos; como los mitos de Gerión, de los trabajos de Hércules, de Gárgoris y Habis, de la Atlántida, y en relatos y comentarios históricos (Anacreonte, Herodoto, Estrabón) que hicieron referencia, por ejemplo, a Argantonio, el longevo rey de Tartessos, y a la abundancia de plata y a la riqueza general del territorio. Fuentes griegas y romanas, de exactitud sin duda problemática, dieron igualmente noticia de hechos o tradiciones ya claramente históricos, como la fundación de Gadir (Cádiz) por los fenicios hacia el 1100 a. de C. —ochenta años después de la caída de Troya—, o el establecimiento, trescientos o cuatrocientos años después, de varias colonias griegas (Rosas, Ampurias) en la costa mediterránea. Los griegos (Polibio, Estrabón…) llamaron a la Península Iberia y los romanos, desde aproximadamente el año 200 a. de C., Hispania, nombres que se usarán en adelante casi indistintamente.
La Iberia o Hispania prerromana se configuró, en efecto, a lo largo de la Edad del Bronce final (1500-800 a. de C.) y de la Edad del Hierro (800-200 a. de C.), un largo pero continuado proceso de cambios y transformaciones culturales, demográficas, tecnológicas, sociales y económicas —consecuencia bien del desarrollo interno de las culturas protohistóricas peninsulares, bien de influencias exteriores— de intensidad y complejidad comparativamente superiores.
El Bronce final supuso, cuando menos, movimientos de población indoeuropea hacia la Península, pleno desarrollo metalúrgico (para vajillas, hoces, armas, instrumentos de trabajo y artesanía), nuevos rituales funerarios (cremación), creciente peso de la agricultura cerealista, ganadería progresivamente más diversificada, inicios de vida urbana, nuevas formas de cerámica (como la de Las Cogotas, en Ávila, presente en muchos lugares de la Península), poblados más complejos, viviendas menos simples, y estructuras sociales y formas de poder jerarquizadas (acumulación de riqueza, elites guerreras…). La Edad del Hierro, subdividida en los periodos de Hallstatt y La Tène, trajo nuevos aumentos de población, las primeras colonizaciones fenicias y griegas, los celtas, el policultivo mediterráneo (olivo, vid, cereales), la alfarería, la metalurgia del hierro, las primeras ciudades y castros, el inicio de la escritura y las primeras monedas.