LA prehistoria ibérica es, en cualquier caso, inseparable de la prehistoria europea. Según los conocimientos de la primera década del siglo XXI, los restos del llamado Homo antecessor hallados en Atapuerca, Burgos, en 1997 (780.000 a. de C.) podrían ser en efecto los restos humanos más antiguos de Europa. Los yacimientos del Paleolítico inferior (700.000 a 200.000 a. de C.), asociados a variedades de homínidos anteriores al Homo sapiens, con utensilios como hachas de mano, raederas, raspadores y similares, serían ya apreciables y su distribución, significativa: terrazas y cuencas sedimentarias de ríos (Manzanares, Jarama, el valle del Ambrona en Soria…), lugares costeros, cuevas (como El Castillo en Cantabria). Restos del hombre del Neandertal, que se extendió por Europa, Oriente medio y Asia central entre 100.000 y 35.000 a. de C., se hallaron en Gibraltar, Bañolas (una mandíbula completa), Valdegoba, Zafarraya, Carihuela (Granada) y otros puntos; y yacimientos con aquella misma datación —yacimientos, pues, musterienses: puntas, lascas, denticulados, cuchillos de dorso…— se encuentran en prácticamente todas las regiones peninsulares.
Esos serían, por tanto, los primeros pobladores, las primeras culturas humanas de la Península: preneandertales y neandertales, sapiens primitivos, —¿unos 10.000 individuos hacia 100.000 a. de C.?— que vivían de la caza, la recolección y el carroñeo, coexistían con mamíferos (incluidos grandes animales y depredadores), habitaban en cuevas y abrigos naturales, y que podrían tener ya —caso del hombre del Neandertal— algún tipo de lenguaje y de creencia (enterramientos).
El hombre actual, el Homo sapiens sapiens —la variedad más conocida: el hombre de Cro-Magnon— apareció en la Península, como en el continente, tras la extinción del neandertal, esto es, a partir del 40.000-30.000 a. de C. (Paleolítico superior), a favor de determinados cambios climáticos y geomorfológicos, y en posesión de una mayor capacitación «industrial» —nuevas formas de tallar la piedra, nuevos útiles como buriles, arpones, punzones, espátulas, cuchillos, anzuelos o azagayas fabricados también ya en hueso, asta y marfil—, factores que le permitieron una mejor explotación del entorno natural y el desarrollo de formas de hábitat y horizontes vitales más amplios. Los yacimientos más importantes, no los únicos, del Paleolítico superior aparecieron —y se hallan, por tanto— en la cornisa cantábrica (Morín, Altamira, Tito Bustillo… hasta un total de ciento treinta sitios) y en el área mediterránea (Parpalló, Mallaetes, L’Arbreda, etcétera), con la «industria» citada —de objetos cada vez más elaborados y perfeccionados—, arte mueble (bastones, colgantes, huesos y placas grabadas) y, lo más deslumbrante, arte rupestre o parietal: representaciones de gran perfección de animales (caballos, bisontes, venados, bóvidos…) grabados con buriles en las paredes de las cuevas —si bien en la meseta (en Siega Verde y Domingo García) se hallarían al aire libre— y policromados con colorantes naturales, como los espléndidos conjuntos de pinturas de Altamira, descubiertos en 1879, Tito Bustillo, La Pasiega, El Castillo, Ekain o Santimamiñe. Probablemente no se trataba, como pudo pensarse en su día, ni de arte, ni de santuarios simbólico-religiosos, ni de manifestaciones de magia propiciatoria, sino de formas de señalización y por tanto de apropiación del territorio.
Aun así, el avance hacia tipos de vida más sedentarios y estables, hacia una mayor complejización de la organización territorial —en una economía todavía basada en la caza o, según la geografía, en la pesca y el marisqueo— resultaba evidente. El «arte» pospaleolítico peninsular (10.000-8000 a. de C.), llamado «arte levantino» por hallarse localizado en cuevas y abrigos de la región levantino-mediterránea (Albarracín en Teruel, Cogull en Lérida, Alpera en Albacete, Valltorta en Castellón…) plasmaría ya, en formas estilizadas y monocromas, la figura humana, animales posiblemente domesticados y escenas de caza y recolección.
El gran cambio —el cambio, con un clima ya semejante al actual, hacia una economía productora, la domesticación de animales, los primeros poblados y las preocupaciones simbólico-religiosas— se produjo en la Península, como en otras áreas continentales, a lo largo del Neolítico (9000-4000 a. de C.) o, puesto que la neolitización peninsular fue algo más tardía, a partir de 6000-5500 a. de C. Fue más intenso en la franja mediterránea, Andalucía y el centro y sur de Portugal que en las restantes regiones, y constituyó una variable del proceso de neolitización general (uno de cuyos principales epicentros era Oriente próximo, el «creciente fértil» de Mesopotamia e Israel a Egipto): utensilios pulimentados y tallados, cerámica, agricultura de trigo, cebada y leguminosas, ganado bovino, vacuno, caprino y de cerda, pequeños poblados (pero todavía uso de cuevas), pinturas antropomórficas y zoomórficas y, muy característicamente, megalitos, esto es, construcciones monumentales de piedra (dólmenes, menhires, cuevas, galerías, excavaciones en roca y similares) de carácter en general funerario, muy numerosos en la Península y con sitios como el dolmen de Alberite en Cádiz o la cueva de Menga en Antequera, de dimensiones extraordinarias.
Las sociedades complejas, «sociedades de jefaturas» y con cierta jerarquización social, apoyadas ya en economías agrícolas y ganaderas notablemente intensificadas, aparecieron algo después: a partir del tercer milenio, en la Edad de los Metales (3000-200 a. de C.) —cobre, bronce, hierro—, iniciada en Anatolia, Oriente medio y los Balcanes. Más concretamente, a partir del Calcolítico (Edad del Cobre), un periodo de transición pero con notables novedades socioculturales —primeros objetos metálicos, poblados protourbanos, cerámica campaniforme (vasos acampanados con decoración)—, que en la Península se extendió de forma irregular y no uniforme por el sureste, Andalucía, el sur de Portugal, Extremadura, enclaves de la meseta central y de la cuenca del Duero, alrededores de Madrid, franja cantábrica, Cataluña y País Valenciano. El poblado de Los Millares en Almería (2900-2200 a. de C.), descubierto en 1891, resultó espectacular: poblado fortificado en zona elevada, muralla exterior con bastiones circulares y cuadrangulares, casas circulares (el poblado tendría en torno a 1500 habitantes), varios fortines, acequia, cisterna, necrópolis con sepulcros colectivos tipo tholos (de planta circular y cubierta cónica) y material arqueológico abundante y de todo tipo (vasos, peines, ídolos, puntas, puñales).
El proceso se completó a lo largo de la Edad del Bronce (2000-800 a. de C.) —edad coetánea de las grandes civilizaciones egipcia, sumeria, asiria y babilónica, y aun de las civilizaciones minoica y micénica en el Egeo—, a lo largo pues del Bronce ibérico, un periodo laberíntico y diversificado (como también lo fue el Calcolítico), lo que obligó a los especialistas a precisar y distinguir etapas y variedades territoriales, pero que supuso en todo caso una progresión decidida: poblados fortificados, estructuras protoestatales, viviendas ahora rectangulares, enterramientos individuales, uso generalizado de cobre y bronce para utensilios, armas y adornos personales, y nuevas ampliaciones de la producción agrícola, ganadera y artesanal (cerámica, tejidos). El conjunto de El Argar (2100-1350 a. de C.), en Antas (Almería), resultó ser también una de las mejores muestras de todo el Bronce europeo: poblado fortificado en un cerro de una hectárea de extensión, casas rectangulares de cuatro a cinco metros de largo con paredes de piedra y cubiertas de barro y ramaje, enterramientos individuales con ajuar, cerámica bruñida, puñales, alabardas, diademas, copas y espadas de metal. El Argar —situado en el área privilegiada del Bronce peninsular: Murcia, Almería, Jaén, Granada y sur de Alicante— era un poblado con evidente grado de especialización agrícola, minería, metalurgia y relaciones comerciales con otros poblados de la región; un poblado ya, por ello, de relativa complejidad social.