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Por la tarde, Kimmo Joentaa estaba sentado en una casa vacía mirando a los niños jugar al hockey sobre el lago helado. A la pálida luz de la luna.

Se dejó llevar por el juego. Por los gritos de los niños, por los sordos golpes de los palos al chocar entre ellos y pensó, vagamente, que los guardametas tenían una tarea muy difícil porque era casi imposible ver el disco.

El juego parecía no terminar nunca. En algún momento, Joentaa comenzó a contar los goles. Parecía un juego equilibrado, si bien era cierto que cuando llegó ya había empezado, por lo que no podía saber si uno de los equipos llevaba ya ventaja de antes.

El juego no fluía demasiado bien, había discusiones permanentes y, de vez en cuando, algún jugador se sentaba al borde del hielo, probablemente expulsado durante un par de minutos. Joentaa se preguntó dónde estaba el árbitro que tomaba tales decisiones y que paraba el juego. No le veía por ninguna parte. Marcaban puntos constantemente.

Al cabo de un tiempo vio a unos gritar de júbilo y abrazarse y a los otros sentarse agotados. Había terminado el partido.

Pocos minutos más tarde, salieron todos del hielo y, saludándose, se marcharon cada uno en una dirección. Joentaa reconoció a Roope, el hijo de unos vecinos. El portero, que llevaba un inadecuado casco de ciclista, se acercó a la ventana tras la que estaba Joentaa. Llamó con los nudillos a la puerta de la terraza y, mientras la abría, Joentaa pensó que estaba viendo un espejismo.

—Hemos ganado —dijo Larissa.

Se quitó los patines, tiró el casco en el sillón y se pasó la mano por el cabello.

—Veinte a dieciocho. Un juego estupendo.

—Eh… —dijo Joentaa.

—Estoy sudando como un pollo. Me voy a la ducha.

—Sí —dijo Joentaa.

Ella se quitó el jersey por la cabeza.

—¿Y tú, todo bien? —le preguntó.

—Sí —dijo Joentaa.

—Estupendo. Pues hasta ahora.

Se quitó el pantalón y, cuando estaba ya camino del baño, Joentaa dijo:

—Pero dieciocho goles no son pocos.

—Lo que cuenta es la victoria —contestó ella sin darse la vuelta.

—Era una broma, espera un momento.

—¿Qué pasa? —preguntó ella—, tengo que ducharme.

—Si me hubieras contado que eras un portero de hockey sobre hielo, habría pensado que era mentira, seguro —dijo Joentaa.

Ella se lo quedó mirando.

Luego se dio la vuelta y se fue al baño.

Joentaa oyó el chapoteo del agua.

Cuando volvió, Joentaa estaba completamente desnudo tumbado en el sofá, estirando los brazos exageradamente hacia ella y haciendo muecas con la cara.

Ella, sorprendida, arqueó las cejas.

—Kimmo…

Joentaa se estuvo riendo un buen rato de su cara de sorpresa. Cuando, por fin, sintió que le inundaba la alegría, empezó a llorar.