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Una enfermera muy amable le cambió las vendas. Le quitó con mucho cuidado las tiras blancas, empezando por las manos y yendo hacia los codos.

—Gracias —dijo él.

—No hay de qué —dijo ella.

En la sala de espera había visto las noticias, mirando prácticamente en vertical hacia la televisión.

En la foto, Salme S. tenía el pelo rojo y llevaba un extraño disfraz. Se mencionó el hecho de que se trataba de una foto que tenía ya unos años. Sobre los antecedentes y los motivos, aún no se sabía nada, había dicho el presentador con una voz anodina. La rueda de prensa de los agentes responsables de la investigación se llevaría a cabo a las dos de la tarde y sería retransmitida en directo.

—Perdone… —dijo Nuutti Vaasara.

—¿Sí? —preguntó la enfermera.

—¿Podría aflojarme un poco los vendajes? Hoy… tendría que volver a trabajar.

—Trabajar. Hoy es Año Nuevo. Creí que trabajábamos sólo nosotros. ¿A qué se dedica usted?

—Soy modelador de muñecos.

—Oh, ¿marionetas?

—Algo parecido.

—Mi hija pequeña adora el teatro de marionetas. Hace poco vino uno a nuestro Centro Cultural. Muy clásico. Caperucita Roja y el lobo…

Vaasara asintió.

—¿En serio que tiene que trabajar hoy? Debería tomárselo con un poco de calma.

—Lo sé. Pero el tiempo apremia.

Porque Harri está muerto, iba a añadir, pero se tragó las palabras.

—Déjeme ver —dijo ella.

Le soltó un poco los vendajes y le dejó libres los dedos.

—¿Mejor así?

—Sí. Gracias —contestó él estirando los dedos y volviendo a cerrarlos en un puño—, debería funcionar.

Ella sonrió.

—Cuídese. Y que le vaya bien.

Él le dio las gracias una vez más antes de marcharse. Cuando pasó por la recepción, la televisión mostraba una foto del médico forense y otra de Harri. Detuvo sus pasos. Desaparecieron las fotos y apareció el presentador. Luego apareció un paisaje con palmeras y cadáveres. Yacían cuidadosamente alineadas junto a los restos de un avión. Los cadáveres habían sido cubiertos con unas telas brillantes, pero algunos brazos sobresalían de ellas.

Nuutti Vaasara apartó la vista de las imágenes y se marchó a casa. La casa baja y azul rodeada de nieve se le hacía extraña. Delante de la puerta se acumulaban periódicos, cartas y panfletos publicitarios.

Abrió la puerta y se dirigió directamente, a grandes zancadas, al estudio.

Contra la pared estaba el payaso que tanto había impresionado al policía, Joentaa. Probablemente porque tenía a un muerto en sus brazos. Vaasara levantó el muñeco de los brazos del payaso y lo apoyó en la pared de enfrente, en un rincón donde prácticamente no se veía.

Sobre la mesa de trabajo yacía una mujer de mediana edad. Ahogada. El muñeco en el que Harri estaba trabajando durante los días antes de su muerte. El encargo era urgente, porque el día concertado para rodar la escena en la que hacía falta era dentro de dos semanas. Le habían llamado de la productora y Vaasara les había asegurado que la entregaría a tiempo.

Se acercó a la mesa, y también ahí se quedó un momento como paralizado. Sentía desgana, respeto, una alegría que no lograba explicarse y un miedo que, desde hacía unos cuantos días, le calaba los huesos.

Cerró los ojos y respiró hondo varias veces. Luego se inclinó sobre la masa y empezó, con cuidado pero con decisión, a completar el último muñeco de Harri.