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A Aapeli Raantamo le despertaron los pasos. Y el ruido que alguien estaba haciendo al mover sillas o mesas. Fuera estaba aún oscuro. El reloj marcaba las cuatro y media.

Había pasado la noche de Nochevieja solo. Se había hecho una sopa de tomate y una pasta con nata, curry y cangrejos. En el momento oportuno había salido para ver los fuegos artificiales. La pareja nueva del ático había hecho una fiesta y había estado tiritando de frío, delante del edificio, entre un grupo de gente joven; algunos le habían abrazado y le habían deseado un feliz Año Nuevo.

Les había devuelto las felicitaciones y había ido en busca de Salme, pero no estaba por allí, y tampoco había luz en su casa. Le había preguntado a la pareja de arriba, que, abrazados, contemplaban los fuegos artificiales. Ellos tampoco sabían dónde estaba Salme.

Ahora parecía que había vuelto. En su casa había movimiento de muebles, oía pasos y voces. Se incorporó en la cama, intentando concentrarse en los ruidos. Voces masculinas, atenuadas, pero reconocibles. Pasos en la escalera. Varios hombres.

Se levantó, se puso el abrigo y las zapatillas y abrió la puerta. La escalera estaba iluminada y un hombre le dio un empujón cuando salió de su casa.

—Perdone —murmuró y siguió bajando a toda prisa.

Aapeli Raantamo subió. La puerta del piso de Salme estaba abierta de par en par. Se acercó cautelosamente. Cuando estaba en la puerta, se le acercó desde dentro un hombre grande de espaldas anchas y le dijo:

—Aquí no hay nada que ver.

—Perdone —dijo Aapeli—, pero, ¿quién es usted?

El hombre hizo un amago de contestar rudamente, pero luego se calmó y dijo:

—¿Vive usted aquí?

—Sí, en el piso de… debajo de Salme.

El hombre asintió.

—Mi nombre es Grönholm. Policía criminal. ¿Cómo se llama usted?

—Aapeli… Aapeli Raantamo. ¿Dónde está Salme? ¿Le ha pasado algo?

—¿No ha visto usted la televisión?

—¿Por qué?

—Da igual. Tengo que seguir trabajando. Paso luego por…

—Sí —dijo Aapeli.

—¿Cómo?

—Sí, he visto la televisión. Ayer por la noche.

—Entonces tiene que haber reconocido a la señora Salonen.

—Yo… estuve viendo una película antigua. Con Cary Grant —dijo Aapeli.

—Ah —dijo Grönholm.

—¿Qué… le ha pasado a Salme?

El hombre se quedó callado. Al cabo de un rato le dijo:

—Paso luego a verle. Duerma usted un poco más. ¿De acuerdo?

Aapeli asintió. El hombre se dio la vuelta y volvió a entrar en casa de Salme. La casa de Salme. Pero Salme no estaba.

Aapeli bajó despacio las escaleras. Algo terrible, pensó. Seguro que es algo terrible. Mientras encendía la televisión le temblaban las manos. Teletexto.

El primer titular decía: «Asesina en el sofá de Hämäläinen». Y luego el texto:

«Presunta asesina Salme S. detenida durante el show de Hämäläinen». Y una línea más abajo, marcado en verde: «Cronología de los hechos». Luego seguían deportes. Salto de esquí. Un finlandés había ganado en Garmisch-Partenkirchen. Aapeli contempló las frases. Las leyó y las releyó y no entendía. Sintió que le abandonaban sus fuerzas.

Se sentó en la cama, pero seguía sin poder apartar la vista de las frases en la pantalla. Arriba, en casa de Salme, pasos y voces de hombres. Al cabo de un buen rato, volvió la vista y vio en la mesa la tarjeta, apoyada contra un candelabro. La tarjeta de Navidad de Salme.

Se levantó, se acercó a la mesa, cogió la tarjeta y la abrió. Ilmari y Veikko en Estocolmo. Seguro que era Salme la que había hecho la foto. Empezaron a temblarle otra vez las manos, ahora tan fuerte que se le cayó la tarjeta.

Se sentó en la silla y la miró, tirada en el suelo, mientras fuera la oscuridad iba dejando paso al amanecer.