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Kimmo Joentaa y Paavo Sundström pasaron la noche en Helsinki. En el mismo hotel. Eran ya las dos de la mañana cuando llegaron.

El interrogatorio de Salme Salonen había sido interrumpido y reanudado varias veces. A la mayor parte de las preguntas de Sundström y Westerberg, había contestado con un simple «sí».

Kimmo Joentaa la había observado desde la otra parte de la cristalera y cuanto más asentía y corroboraba ella, menos entendía él.

Salme Salonen había hablado de una imagen que veía una y otra vez. A pesar de la insistencia de Sundström, no había logrado explicarla con mayor detalle.

—No sirve para nada —había dicho.

—¿Por qué no me deja a mí la decisión de si sirve o no sirve?

Ella había asentido, pero no había dicho más.

«Alcanzar la paz», pensó Joentaa. La quietud.

Había repetido varias veces:

—No ha servido para nada.

Sundström había dejado de preguntarle, probablemente ya no creía que fuera posible sacarle más explicaciones sobre esa frase.

—Cuando vi al tercer hombre caído en el suelo, dejé de sentir cólera —había dicho.

Sundström había asentido.

—Ya no sé ni siquiera qué es. Cólera.

Sundström había asentido.

Westerberg se había marchado a casa, Sundström y Joentaa habían cogido un taxi al hotel.

En la recepción estaba la misma mujer joven que le había abierto la sala de los ordenadores hacía un par de días, cuando quiso ver el DVD del programa. Les dio las llaves y, cuando ya se habían dado la vuelta, les dijo:

—Perdón por lo del otro día. No fui demasiado amable.

Joentaa se dio la vuelta.

—No hay ningún problema —dijo.

—Les he visto en televisión —dijo—, a los dos. No sabía que…

«En televisión», pensó Joentaa.

—Cómo se llevaban a esa mujer. ¿Es ella… la… culpable?

«Culpable», pensó Joentaa.

Subieron en ascensor al cuarto piso y atravesaron un pasillo rojo y naranja.

Sundström escuchó los mensajes de su móvil.

—Nurmela —dijo—. Nos felicita.

Apagó el móvil y le deseó a Kimmo buenas noches.

Joentaa entró en su habitación. Se quedó un buen rato a oscuras, pensando en la imagen que veía Salme Salonen pero que era incapaz de describir.

Tras las cristaleras se oían de vez en cuando algunos cohetes tardíos. En el instante en que estallaban, el cielo se iluminaba de mil colores.