El abogado se comió una de las pastas de Salme Salonen, les acababa de ofrecer una también a sus invitados, y pensó que tenía que habérselo dicho.
Tenía que habérselo dicho, que pensaba ir a la televisión a hablar de la desgracia, de su marido y de su hijo.
La pasta estaba verdaderamente buena. Fuera, en el jardín, explotaban los fuegos artificiales y los petardos lanzados por niños que reían a carcajadas, y sus invitados, casi todos abogados con sus esposas, hablaban todos al mismo tiempo sobre los casos que habían ido bien y sobre aquellos que también habían ido bien. Mientras tanto, en la pantalla, se estaba desarrollando una escena muy extraña.
Kirsti, su mujer, quitó la mesa, llevó los restos de la cena a la cocina y, al cabo de un rato, se quedó parada a su lado y preguntó, en medio del barullo de voces:
—¿Se ha ido el sonido o están ahí sentados sin decir nada?