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La nieve crujía bajo sus zapatos, Heinonen murmuró algo incomprensible y Joentaa pensó que lo que veía no era cierto. Era una imagen, una escena compuesta que se apartaba de la realidad circundante.

El muerto yacía de espaldas, uno de sus esquís hincado verticalmente en la nieve. La chaqueta de deporte azul claro estaba empapada de sangre. Los miembros del equipo de huellas, en sus monos blancos, se fundían con la nieve.

Kari Niemi, el director del equipo, daba instrucciones con su habitual tranquilidad. Detrás y delante del cadáver se veían rastros de esquís. Unos se dirigían hacia la derecha, al bosque, y otros hacia la izquierda, para perderse en la lejanía. Sobre el horizonte flotaba el sol de invierno. Paavo Sundström se les acercó y dijo:

—Qué rapidez.

Heinonen contestó algo, Joentaa pasó de largo, rodeando el cadáver. Junto a la cabeza ladeada del hombre había una gorra con borla, cuyo color azul claro era el mismo que el de la chaqueta y el del cielo. Joentaa se agachó y vio el rostro de Patrik Laukkanen.

—Lo han encontrado una mujer y dos chicos. Deben de haberlo sorprendido. Probablemente, le han atacado desde atrás, parecen cuchilladas. Por lo menos eso es lo que opina Salomon —dijo Sundström.

Joentaa levantó la mirada y vio a Salomon Hietalahti sentado en un banco a cierta distancia. Hietalahti era el más íntimo colaborador de Laukkanen en el Instituto Forense. Joentaa no conocía demasiado a Laukkanen, pero sabía que a Hietalahti y a él les gustaba mucho trabajar juntos. Quizá incluso eran amigos. Se incorporó y se dirigió hacia el banco, desde el que se apreciaba una preciosa vista sobre la ciudad nevada.

—Salomon —dijo.

—Hola, Kimmo —contestó Hietalahti en tono ausente.

Joentaa se sentó a su lado.

—Quizá sería mejor que… no trabajaras en este caso —dijo Joentaa.

—Quizá —dijo Hietalahti.

Joentaa vio que Heinonen y Sundström permanecían un poco al margen, sumidos en una agitada conversación. Petri Grönholm se hallaba junto al precinto, con los dos chicos que habían encontrado a Laukkanen y que seguían los acontecimientos con los ojos abiertos de par en par y con una extraña mezcla de sensaciones. Estaban consternados, y al mismo tiempo excitados. Abajo, en la ciudad, se oyeron las campanas de una iglesia.

—¿Sabías que acaba de ser padre? Me refiero a Patrik —dijo Hietalahti.

—No.

—Paternidad tardía. Tiene ya cincuenta años. Nunca ha hablado demasiado de sí mismo, pero de eso sí. Decía que era demasiado viejo y que a lo mejor se moría antes de que su hijo fuera mayor de edad… Le preocupaba mucho.

Joentaa asintió e intentó encontrar algo que decir.

—Ella aún no sabe nada. Leena… —dijo Salomon—, me refiero a que Leena aún no sabe que Patrik… está muerto. ¿Te ocupas tú de ello? ¿Se lo dices tú?

—No lo sé… Lo hablaré con Paavo Sundström.

—Sería bueno hacerlo pronto.

—Sí. Tienes razón.

—Viven juntos desde hace mucho tiempo. Por lo menos trece años, que son los que hemos trabajado juntos, y cuando yo empecé, Patrik ya estaba con Leena. Fui unas cuantas veces a cenar a su casa, sólo unas pocas, pero fue siempre de lo más agradable. Patrik me ha contado que Leena se ha alegrado muchísimo de ser madre… tan tarde… no lo ha dicho claramente, pero creo que han estado intentándolo durante muchísimo tiempo…

Joentaa asintió.

—Viven aquí al lado. A dos o tres kilómetros —dijo Hietalahti.

Sundström gesticulaba a distancia. Joentaa estuvo un rato mirándolo, hasta que se dio cuenta de que sus gestos estaban dirigidos a él. Se levantó y se le acercó.

—¿Qué hay? —preguntó desde lejos.

—Deberíamos informar a su mujer —le gritó Sundström.

—Compañera —dijo Heinonen cuando Joentaa hubo llegado hasta ellos.

—¿Mmm?

—Compañera. Laukkanen no cataba casados. Estoy prácticamente seguro de que no estaba casado con Leena —dijo Heinonen.

—Eso da exactamente lo mismo. Tenemos que informar de todos modos a la mujer que vivía con Laukkanen… Un momento… Yriönkatu, 17. ¿La conocéis?

Joentaa y Heinonen asintieron.

—Bien…, ¿y entonces? —preguntó Sundström.

—Tú también la conoces, estuvo en la fiesta de Navidad, hace dos semanas —dijo Heinonen.

—Ah, ¿sí? —dijo Sundström.

—Es bastante más joven que Patrik, debe de andar por los treinta y tantos, calculo —dijo Heinonen—. Tiene el pelo rubio rojizo.

—Ah —dijo Sundström—, sí, ahora me acuerdo. Pensé que Laukkanen se encontraba algo bebido y la estaba importunando, y sentí vergüenza ajena.

—Pues ya ves —dijo Heinonen.

—Aunque… a lo mejor también le tenía envidia, porque parecía tener éxito con sus necedades.

—Ya ves —repitió Heinonen.

Joentaa vio al hombre muerto en el suelo y recordó que había estado charlando con él un par de días antes.

En tono imparcial, sobre la muerte.

Se habían inclinado juntos sobre el cadáver de una mujer joven que, probablemente, había muerto por sobredosis de somníferos.

—¿Leena, se llama? Pues era guapísima —dijo Sundström.

Laukkanen. Siempre tan ocupado, su nerviosismo contrastaba siempre de manera extraña con la calma de las salas donde trabajaba.

—¿Kimmo? —dijo Sundström.

—¿Mmm?

—¿Vamos?

—Claro —dijo Joentaa.

Estaba un poco mareado mientras seguía a Sundström hasta el coche. Pensaba en Laukkanen, en que sus deducciones siempre habían sido muy clarividentes y, a menudo, les habían servido de gran ayuda. Quizá era eso lo que no cuadraba en la imagen. Laukkanen sin vida sobre la nieve. Laukkanen inquieto y eficaz en las silenciosas salas verdes. Laukkanen, que daba, más que cualquier otra persona, la impresión de tener la muerte bajo control.