Tuomas Heinonen dormía en el sofá del salón, la mujer cuyo nombre no conocía dormía junto a él en su cama y Kimmo Joentaa seguía despierto.
Escuchaba, de nuevo, la suave y regular respiración de la mujer y, por debajo de ella, el silencio. Fuera empezaba a clarear.
Seguía sintiéndose ligero. Cansado, ligero y sediento. Se levantó, andando de puntillas para no despertar a sus huéspedes. Tuomas Heinonen dormía estirado en el sofá. A juzgar por su aspecto, dormía bien. Sobre la mesa de la cocina seguían la botella y el cartón de leche.
Joentaa se bebió un vaso de agua y se quedó con templando cómo la mañana se iba haciendo cada vez más luminosa, más blanca y soleada hasta ocupar como la imagen perfecta de una postal, el cuadrado de la ventana. Estaba pensando en el silencio cuando oyó, casi al mismo tiempo, el teléfono y un golpe sordo.
—Mierda… qué… ¿qué pasa? —murmuró Heinonen, tirado en el suelo.
—¿Todo bien? —preguntó Joentaa.
—Me he caído de la cama… del sofá —dijo Heinonen mientras Joentaa buscaba el teléfono.
No lo encontraba. Heinonen se incorporó y preguntó con aire ausente si podía ayudarle.
—Tiene que estar por aquí —dijo Joentaa.
—Esos malditos inalámbricos… yo tampoco lo encuentro nunca… y uno tiene a las dos niñas en brazos y con el tercer brazo tiene que buscar el teléfono… —dijo Heinonen somnoliento.
El teléfono dejó de sonar y, pocos segundos después, llegó desde el pasillo el tono de su móvil. Joentaa fue a cogerlo del bolsillo de su abrigo.
—Joentaa.
—Hola, Kimmo, soy Paavo. Se terminaron las Navidades. Acabo de volver de las vacaciones. El lugar del crimen es el bosque. Coges la Eerikinkatu hacia las afueras, hasta el final, luego giras a la izquierda y sigues subiendo durante un buen trecho a la colina, después sigues a pie el camino del bosque hasta que llegues.
—Bien… Yo…
—¿Has entendido?
—Sí, claro… ¿Habéis informado ya a Laukkanen o a alguno de sus colegas?
—Laukkanen ya está allí. Es la víctima.
—Bien, pues entonces me pongo…
—¿Pero estás despierto? Laukkanen es la víctima.
—Laukkanen…
—Nuestro forense, Laukkanen, yace en el bosque. Lleva puesto el equipo de esquí de fondo y está muerto —dijo Paavo Sundström.
Joentaa enmudeció.
El silencio es ligero, pensó.
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó Heinonen a su espalda.
—¿Llamas tú a Heinonen? Yo informo a Petri Grönholm, si no me equivoco volvió ayer del Caribe —dijo Sundström.
—Sí… Yo…
—Kimmo, ¡despierta, por favor! —dijo Sundström justo antes de colgar el teléfono.
—Pero, ¿qué pasa? —volvió a preguntar Heinonen.
—Laukkanen… —dijo Joentaa.
—¿Sí?
—Paavo Sundström dice que está muerto —dijo Joentaa.
—Ajá.
Heinonen se lo quedó mirando como un signo de interrogación.
—Paavo está ya allí y mantiene que se trata de Laukkanen.
—Eso es una tontería —dijo Heinonen.
—Vamos para allá —dijo Joentaa.
—Nos quiere tomar el pelo, seguro… Estas bromas son cada vez más pesadas —dijo Heinonen.
—Vamos para allá —repitió Joentaa.
Heinonen asintió.
—Por supuesto. Pero hay algo que no cuadra. Es una locura, ¿no? —dijo cogiendo su ropa, que estaba tirada en el sillón—. Oh…, creo que me tendrás que prestar algo, vine disfrazado…
—Un momento.
Joentaa fue al dormitorio y se puso un pantalón y un jersey. La mujer se había enrollado en las sábanas y dormía profundamente. La observó unos instantes. Luego cogió del armario una camisa y unos pantalones para Tuomas Heinonen, cerró cuidadosamente la puerta y volvió al salón. Heinonen tardó segundos en ponerse la ropa.
—¿Vamos? —preguntó.
—Un momento.
Joentaa cogió papel y lápiz y se quedó parado, indeciso.
—Eh… ¿Kimmo? —dijo Heinonen.
—Perdona —dijo Joentaa.
«Querida Larissa, he tenido que salir para una emergencia. Espero que hayas dormido bien. Me alegraría que aún estuvieras aquí cuando vuelva. Kimmo».
Dejó la nota y unas llaves de la casa bien visibles sobre la mesa del salón. El día de invierno era azul y amarillo y le provocó una punzada en los ojos.
Heinonen llamó a su mujer desde el coche mientras que Kimmo Joentaa pensaba en la casa vacía, cuando volviera por la tarde. Y pensaba también que no sabía su dirección ni su fecha de nacimiento. Sólo sabía que no se llamaba Larissa.