Marko Westerberg encajó los comentarios irónicos con su típica impasibilidad. Casi nadie parecía tomarse demasiado en serio lo de las medidas de seguridad y, entre los que las encontraban de alguna manera ridículas, se contaba el mismo Westerberg.
Siempre había tenido gran respeto por Paavo Sundström, pero no lograba comprender lo que le estaba sucediendo en ese caso. Sundström había ordenado montar en el área de acceso a la emisora una zona de seguridad que más recordaba a un aeropuerto que a un estudio de televisión.
Los espectadores del programa, entre ellos muchos famosos de todas las clases, iban entrando poco a poco, arqueando las cejas e intentando encontrarle a la cosa el lado divertido, mientras que los agentes hacían esfuerzos por otorgarle a su tarea la necesaria seriedad a pesar de las cámaras que los filmaban desde diversos ángulos, en contra de lo que había sido acordado. Probablemente para enseñar las imágenes luego, durante el programa, y demostrarle al mundo lo importante que era su maravilloso Hämäläinen.
Westerberg hundió las manos en los bolsillos de la chaqueta que había recuperado para la ocasión y estuvo un rato mirando cómo se iban ocupando las filas de asientos, despacio pero sin pausa. Nada más pasar el control de seguridad, se ofrecía a los participantes aperitivos y los canapés típicos de Carelia, a base de harina de arroz y mantequilla de huevo.
Sonó su móvil. Era Sundström.
—¿Funciona todo? —preguntó.
—Sí. Si obviamos el hecho de que lo están filmando todo desde todas las perspectivas —dijo Westerberg.
—Era de esperar. Da igual —dijo Sundström—. ¿Ha llegado ya Hämäläinen?
—Todavía no. Pero según mis informaciones, debe estar a punto de hacerlo.
—Bien. Yo también estoy de camino. Hasta ahora.
—Hasta ahora —dijo Westerberg y dejó resbalar el móvil nuevamente en el bolsillo.
Una de las jóvenes y guapas redactoras, Margot Lind, si no recordaba mal, se le acercó con los ojos brillantes.
—¿De verdad no podemos convencerle de que nos conceda una pequeña entrevista? Sólo para… bueno, para explicar estas circunstancias extraordinarias.
—Lo siento —dijo él—, y recuerde que los rostros de los agentes que están siendo filmados no pueden salir en televisión. Ya lo habíamos acordado claramente.
Ella asintió e iba a añadir algo, pero en ese momento volvió la cabeza hacia los flashes que, fuera del edificio, iluminaban la oscuridad.
—Debe de ser Kai-Petteri —dijo.
Westerberg siguió su mirada hacia la entrada. Hämäläinen entraba en ese momento por la gran puerta principal flanqueado por los dos guardaespaldas que le habían sido asignados, y se dirigió directamente a los ascensores.
Entraron en un ascensor, se cerraron las puertas y fuera siguió aún durante unos minutos la tormenta de flashes, hasta que se corrió la voz de que el objeto que había que fotografiar ya no estaba allí.