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El Grande conducía y el Enorme se había sentado a su lado, en la parte de atrás, y el soleado día de invierno comenzaba a dar paso al atardecer. El Grande estaba sentado muy derecho y callaba. El Enorme estaba sentado muy derecho y callaba. Nada delataba que el Enorme, la noche anterior, había estado jugando como un niño con las gemelas al escondite. Un transformista, pensó Hämäläinen, y luego pensó en la tarde que le esperaba y en la novia española que había tenido, en una vida pasada muy lejana.

Hasta el día de hoy se consolaba pensando que lo dejó por la crudeza de los inviernos finlandeses y no por otros motivos más personales. Una vez había venido a verlo y había pasado la aduana con una chaqueta de verano. Mientras esperaban al autobús fuera, en el frío y la oscuridad, le preguntó si en Finlandia el sol se ponía siempre tan temprano. Sólo en invierno, le había dicho Hämäläinen, y, una semana después, ella se había marchado para no volver.

—Está muy oscuro —dijo Hämäläinen.

El Enorme se le quedó mirando sorprendido.

—Si uno piensa que hace un cuarto de hora aún hacía sol, quiero decir —añadió Hämäläinen.