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La casa baja y azul parecía abandonada, en el camino de entrada se había acumulado la nieve y el buzón estaba lleno a rebosar. Al borde de la calle había una ambulancia, una joven médica abrió la puerta e hizo pasar a Sundström.

Nuutti Vaasara estaba sentado en el sofá del salón con ambos brazos vendados a la altura de las muñecas. Le saludó con la voz llena de agotamiento y Sundström pensó en Hämäläinen, y se preguntó sin querer por qué durante los últimos días estaba siempre rodeado de gente que sobrevivía en vez de haber muerto.

—¿Cómo está usted, señor Vaasara? —preguntó.

—Bien, creo. Dadas las circunstancias.

Le echó una mirada a la médica y esta sonrió y asintió con la cabeza. De rodillas en el suelo, un enfermero cerraba una bolsa.

—Sí, de verdad —dijo la médica—, está bien. Ha sido el momento… —se dio la vuelta hacia Vaasara y siguió—. Ha tomado usted la decisión adecuada en el momento preciso. Llamarnos.

Vaasara asintió.

—¿Le molesta si le hago unas preguntas? —dijo Sundström.

—No, claro que no —dijo Vaasara.

—Nosotros nos vamos —dijo la médica—, recuerde su cita de mañana, señor Vaasara.

Vaasara asintió.

—Muchas gracias —dijo.

—Hasta la vista. Y que se mejore —se despidió la médica.

—Sí, que se mejore —murmuró el enfermero.

Vaasara asintió.

Se quedaron solos y Sundström se sentó y observó a Nuutti Vaasara, encogido y absorto. Sintió una leve náusea al recordar todo lo que sabía de él. Nuutti Vaasara, nacido el 25 de junio de 1971, crecido en Hanko al lado de una madre ligeramente retrasada y de un padre que, dependiendo de las circunstancias, tendía a la cólera. Interrupción de la escuela con dieciséis, abandono del domicilio familiar, desaparecido durante dos años con la excusa de querer ver el mundo, aunque los pocos familiares y conocidos aún vivos se preguntan aún hoy cómo pudo hacer ese viaje sin dinero.

En marzo de 1990, Vaasara conoce a Harri Mäkelä en un seminario de la universidad al que ni siquiera habría podido asistir. Desde entonces, trabajaron y vivieron juntos. Como pareja. A pesar de todos los esfuerzos que Sundström hacía por ser abierto y liberal, esta idea le revolvía una y otra vez el estómago. Hombres con hombres. Desnudos y haciendo quién sabe qué. Maldita educación cristiano-luterana.

¿Intuía Vaasara que su homosexualidad le había valido una pequeña y discreta nota en sus actas? También la prensa del corazón le había dedicado a ese aspecto alguna que otra disparatada teoría, pero probablemente Nuutti Vaasara no leía los periódicos y no tenía ni idea de que, en ese extenso y eficiente picoteo al que se llama investigación, su nombre se barajaba entre los primeros de la lista de sospechosos.

Estaba simplemente sentado ahí, con la mirada fija en la pared, en un mundo lejano, y con los brazos vendados sobre las piernas.

Sundström carraspeó y contempló al hombre alto y delgado que tenía delante. Vaasara alzó la vista.

—¿Calza usted un 38, señor Vaasara? —le preguntó Sundström.

Vaasara se quedó callado un buen rato.

—No —dijo al fin, sin un atisbo de irritación ni de ironía o ni siquiera sarcasmo en la voz.