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A última hora de la mañana, apareció Tuula, a la que acompañaba nada menos que Mertaranta en persona.

Kai-Petteri Hämäläinen estaba en la cocina cuando vio el coche de Tuula entrar en el jardín. Les vio bajarse del coche y acercarse a la casa bajo un aluvión de luces de flashes. Algunos periodistas sostenían los micrófonos por encima de la valla solicitando a gritos una breve entrevista.

Hämäläinen fue a abrir la puerta.

—Madre mía —dijo Raafael Mertaranta.

—Increíble —respondió Tuula, abrazándolo con una amplia sonrisa.

Mertaranta le dio la mano larga y cálidamente. El Grande, el Enorme, Irene y las niñas estaban en segundo plano.

—Irene, me alegro de verla —dijo Mertaranta.

Se acercó a ella, se inclinó e hizo el gesto de besarle la mano.

—Hola a las dos —les dijo a las niñas.

—Hola, Raafael —dijo Irene—. Hola, Tuula.

Ambas mujeres se abrazaron breve y fríamente. Los dos agentes se retiraron discretamente a la parte de atrás de la casa y Mertaranta pidió un café lo más fuerte posible.

—Os lo hago yo —dijo Irene, y salió hacia la cocina.

—¿Tus… guardaespaldas? —preguntó Mertaranta.

—Mmm… sí. Más o menos. Pero entrad —dijo Hämäläinen conduciéndolos hacia el salón—. Enanas, vosotras podéis iros a jugar, si queréis.

Las niñas subieron las escaleras, Tuula se sentó en el sofá y Mertaranta se dejó caer con un suspiro de buen humor en un sillón. Hämäläinen se aposentó en el segundo sofá, de manera que formaban un triángulo. En la cocina regurgitaba la cafetera.

—Quiero decir algo —dijo Mertaranta al cabo de unos segundos de silencio—. Deja que te diga, ante todo, lo feliz que me hace que estés aquí, que podamos estar aquí sentados todos juntos. Y que estoy orgulloso de ti, orgulloso de verdad, y lo digo con plena convicción, eres… el buque insignia de nuestra emisora.

—Gracias —dijo Hämäläinen.

Se quedó callado un instante, esperando que llegara la agradable sensación de bienestar de esas ocasiones, pero no apareció. No era raro que Mertaranta dijera cosas como esa. Como director de una emisora de televisión, era una parte fundamental de su tarea mimar a sus estrellas, ayudarlas a superar los momentos difíciles y ser el primero en felicitarlas por sus éxitos. Kai-Petteri Hämäläinen lo sabía perfectamente y había aprendido a darlo por descontado, pero lo apreciaba. En ese momento, sin embargo, la sensación agradable no acababa de materializarse.

—Gracias —repitió.

Irene apareció con una bandeja blanca, tazas blancas y una cafetera humeante.

Bebieron. Dejaron las tazas en los platos. Entonces Tuula empezó a explicarle la estrategia que habían ideado entre ella y Mertaranta.

—Lo haremos así: dentro de un rato, sales de aquí con los dos agentes hacia la emisora. Y no arrugues la nariz si te digo que deberías sonreír.

—Sonreír —dijo Hämäläinen sin arrugar la nariz.

—Sí, sonreír. Dar la impresión de que todo está en orden. Y, por supuesto, no dices ni una palabra, te limitas a subirte al coche. Ni una palabra hasta que comience el programa.

Dar la impresión de que todo está en orden.

—La primera frase que te he escrito te viene clavada —dijo Tuula.

—Si no fuera por ti… —dijo Hämäläinen.

Irene carraspeó y preguntó si querían más café.

—Sí, por favor —dijo Mertaranta.

—Ya sé que es un poco complicada, pero estamos todos de acuerdo en que… queremos causar el mayor efecto posible, ¿no? —dijo Tuula.

—Claro —contestó Hämäläinen.

—Lo que estás haciendo hoy es fantástico y fuera de lo normal, y queremos simplemente que sea así como le llegue al público —dijo Tuula—, ¿no?

No hubo protestas.

—De manera que te subes al coche, te llevan a la emisora, te bajas y te comportas exactamente igual: callar y sonreír. Luego te retiras a tu despacho y entonces repasamos el guión definitivo del programa y las preguntas. Por esta vez, renunciamos a tus conversaciones previas con los invitados, el briefing con ellos lo llevarán a cabo Olli Latvala y Margot Lind.

Hämäläinen asintió.

—Suena bien —comentó.

Tuula se apoyó en el respaldo, aliviada.

—Este café es sensacional, Irene —dijo Raafael Mertaranta.