Kimmo Joentaa yacía despierto. Tras los cristales, la nieve y la noche se fundían. Se incorporó despacio para no despertar a la mujer que dormía a su lado.
Pasó Unos cuantos minutos mirándola.
La escuchó respirar, suave y regularmente.
Dejó caer la cabeza de nuevo sobre el cojín del sofá y sintió cómo la mujer cuyo nombre no conocía se agarraba a su brazo. Emitía pequeños gemidos, como de dolor. Probablemente estaba soñando. Pensó durante unos instantes si despertarla para liberarla del sueño, pero se calmó enseguida y volvió a respirar regularmente. Joentaa cerró los ojos y pensó por primera vez desde hacía mucho tiempo en la última noche en el hospital.
En las últimas horas, que se transformaron en los últimos minutos, en los últimos segundos. También Sanna dormía. También Sanna respiraba tranquila y regularmente. Tranquila, regular e imperceptiblemente. Y entonces la respiración cesó.
Había estado esperando ese momento. Había esperado junto a Sanna que llegara ese momento porque sabía que ese momento iba a ser el más importante de su vida. El momento que jamás termina.
Cuando oyó que tocaban a la puerta, pensó que se equivocaba. Pero cuando los golpes se repitieron, algo más fuertes, más insistentes, se incorporó y miró el luminoso verde del DVD. Eran casi las dos. No podía ser Pasi Laaksonen, el vecino. Y tampoco su madre, porque no llegaba ningún tren de Kitee en medio de la noche. Y tampoco la mujer que le había roto la nariz a Ari Pekka Sorajärvi, porque ya estaba allí, tumbada a su lado.
Volvió a oír los golpes en la puerta, algo más suaves, más tímidos. Se levantó y se puso la camiseta y los pantalones. Cogió la manta del sofá, que estaba medio caída en el suelo, y cubrió a la mujer, que parecía dormir profundamente.
Se dirigió a la puerta algo tambaleante. Le dolía la espalda. Abrió la puerta y sintió el aire frío en la piel. No había nadie, pero luego, bajo el manzano envuelto en nieve, vio a un hombre subiéndose al coche.
—¿¡Hola!? —dijo Joentaa.
El hombre se quedó un momento pensativo, pareció dudar un instante.
—Kimmo. Lo siento. Pensé… No he querido tocar el timbre, pensé que quizás estarías durmiendo…
El hombre se le acercó. Era… Papá Noel.
—Tuomas… —dijo Joentaa.
—Yo… no quiero molestar.
Tuomas Heinonen. No recordaba que Tuomas Heinonen hubiera estado nunca en su casa. Tuomas Heinonen vestido de Papá Noel.
—¿Qué…? Pero entra, hombre —dijo Joentaa.
—Sí… Gracias.
Tuomas Heinonen, encorvado y aterido en medio del pasillo, parecía estar buscando las palabras.
—¿Quieres… beber algo caliente? Pareces congelado —dijo Joentaa con una sonrisa.
Pero Tuomas Heinonen no oyó sus palabras.
—Tengo un par de problemas. Yo… hemos pasado… una fiesta poco afortunada… por decirlo de alguna manera… y entonces me he acordado de ti… qué bien que estabas aún despierto…, ¿o estabas durmiendo?
—Venga, vamos a sentarnos y a beber algo —dijo Joentaa yendo hacia la cocina.
Tuomas Heinonen le siguió. Se sentó y se quedó mirando distraídamente la botella de vodka y el cartón de leche que estaban encima de la mesa,
—El problema es que la culpa de todo la tengo yo. Eso es lo peor —dijo Heinonen.
—Pero ¿qué es lo que ha pasado? —preguntó Joentaa.
Heinonen le miró afligido.
—A lo mejor hemos terminado —dijo al fin, echándose para atrás en la silla, como si eso lo explicara todo.
Joentaa se sentó frente a él y esperó.
—Si tienes… —empezó.
—Es que… me gustaría hablar de ello contigo —le interrumpió Heinonen hablando muy deprisa—, pero no sé si soy capaz. Es… son muchas… me resulta muy difícil.
—No tienes por qué hacerlo si…
—Lo que pasa, Kimmo, es que las gemelas han sido demasiado para mí.
Y volvió a dejarse caer en la silla, como si ya lo hubiera dicho todo.
—Las gemelas… —dijo Joentaa.
—Sí, ya lo sabías, ¿no?, que tenemos gemelas, Tarja y Vanessa…
Joentaa asintió.
—Son dos niñas… estupendas… encantadoras… por supuesto… Perdona…, estoy diciendo tonterías, perdóname, por favor.
«Si vuelves a disculparte sin motivo…», pensó Joentaa vagamente.
—Fue demasiado para mí, yo no quería —dijo Tuomas Heinonen—, yo no quería, no quería ni siquiera tener niños. Claro que las quiero, pero yo no quería niños, ¿entiendes?
—No estoy seguro del todo —dijo Joentaa.
Le pasaban por la memoria ahora algunas imágenes. El bautizo de las gemelas. Había estado presente y se había sentido completamente fuera de lugar, porque aparte de algún que otro colega, no conocía a nadie. Veía a Heinonen con una niña debajo de cada brazo, como si fueran pelotas de rugby, corriendo y riéndose.
—Es demasiado para mí. No tenemos tiempo. Ya no hay nada entre nosotros, sólo las niñas.
Joentaa asintió.
—El problema es que… Verás… —dijo Heinonen—, el problema es que me he buscado una especie de… compensación.
Joentaa esperó.
—He empezado a jugar.
—¿Jugar?
—A jugarme dinero. Mucho dinero. Prácticamente todos nuestros ahorros.
Joentaa asintió mientras buscaba las palabras adecuadas.
—Apuestas por internet —dijo Heinonen—, apuestas deportivas, póquer virtual. Pero el dinero es real. Si uno quiere. Si uno… He perdido el control, se me ha disparado un mecanismo… Paulina se ha enterado, no sé cómo. Y el caso es que esta noche, de repente, ha sacado el tema.
Joentaa asintió.
Heinonen se quedó con la mirada fija en la mesa, luego, en la manga de su chaqueta.
—Eh…, perdona, me acabo de dar cuenta de que aún tengo puesto este estúpido disfraz —dijo en tono ausente.
—No pasa nada —dijo Joentaa.
—Oye… —dijo Heinonen con una risa floja—, Kimmo, ¿cómo lo haces… esa… cómo consigues no alterarte para nada, ni en las situaciones más absurdas?
—Era evidente que estabas triste.
—Sí —dijo Tuomas Heinonen, pensativo—. Lo que me gustaría saber, Kimmo, perdona que te dé la lata con esto a estas alturas, bueno, te pido que me disculpes por toda esta escena que te he montado…
—No tienes por qué disculparte.
—¿Cómo lo has hecho… todos estos años… desde que murió tu mujer…? ¿Cómo has conseguido vivir así… tan… solo…? He pensado mil veces en ti y, la verdad, a lo mejor suena un poco raro, pero casi te admiro por ese… ese mundo tan tuyo en el que vives… esa calma que transmites…
Joentaa se estaba preguntando a dónde quería llegar cuando sus ojos se encontraron con los de la mujer cuyo nombre no conocía. Estaba medio dormida y completamente desnuda en el umbral de la puerta.
—¿De qué habéis estado hablando todo este tiempo? —preguntó.
Heinonen se dio la vuelta.
Se hizo el silencio y, al fin, Joentaa dijo:
—Tuomas, te presento a… esta es…
—Los nombres carecen de importancia, pero puedes llamarme Larissa —dijo la mujer.
Larissa, pensó Joentaa.
—Así me llaman también los demás —dijo ella.
Hubo una larga pausa.
Heinonen no le quitaba los ojos de encima a la mujer que estaba allí, en la puerta, y a ella no parecían molestarle en absoluto ni sus miradas ni el silencio.
Larissa, pensaba Joentaa, sintiéndose ligero.
—Esto, yo… creo que me… —empezó Tuomas Heinonen haciendo ademán de marcharse.
Joentaa seguía concentrado en el silencio.
Un silencio ligero, diferente. Un silencio nuevo.
Los nombres carecen de importancia, pensó.
—No quería molestaros… de verdad… no sabía que… estabais… seguro que Paulina me está esperando… y las gemelas…
—Vámonos a dormir —dijo Joentaa.