Kimmo Joentaa se levantó muy tarde y con una enorme sensación de pesadez.
Larissa le había dejado una nota en la mesa del salón: «Feliz Año Nuevo, querido Kimmo, y hasta pronto».
Colocó la nota con cuidado encima de la mesa. Fuera se oían las sordas explosiones de los fuegos artificiales que ya comenzaban.
Se duchó, se vistió, se hizo un té e intentó apresar el pensamiento que había intuido en el momento del despertar.
Un pensamiento ligado a Erkki Koivikko y a lo que le había dicho.
«Mi hija falleció hace quince años y lo que yacía en la camilla de la televisión no era más que un muñeco de plástico».
Fue a la oficina. El último día del año había empezado con un cielo azul clarísimo, como los anteriores. Blanda nieve recién caída bajo el sol. Petri Grönholm estaba sentado a su mesa y dijo que Tuomas Heinonen había llamado para decir que estaba enfermo.
—¿Qué? —dijo Joentaa.
—Enfermo. Sonaba como si tuviera una fuerte gripe.
—Mierda —murmuró Joentaa.
—Ya he delegado todo lo que Tuomas tenía previsto para hoy —dijo Petri Grönholm.
—¿Mmm? Sí… muy bien.
Se quedó de pie, indeciso. Tenía que llamar a Tuomas. O a Paulina. O a ambos. Bajó a la cafetería y estuvo un rato sentado junto al gran árbol de Navidad que sería desmontado en un par de días. Vio la recepción y el lugar en el que había visto a Larissa el día de Nochebuena. Hoy todo era diferente. En la recepción había tres agentes, por los pasillos se oía jaleo de voces. Y faltaba Larissa. Sobre la mesa había todavía una fuente con galletas. Estrellas de masa dulce. Joentaa cogió una y sintió el sabor del jarabe de arce en la lengua. Marcó el número. Estaba pensando en qué le diría a Tuomas cuando Paulina contestó.
—Hola, Paulina, soy Kimmo.
—Kimmo, qué amable que llames. Tuomas está… enfermo.
—Ya, me lo ha dicho Petri. ¿Está… puedo hablar…?
—Gripe —dijo Paulina—, ha pillado un buen gripazo.
—Ya —dijo Joentaa—. Paulina… lo sé todo… no tienes por qué…
—¿Saber qué? —dijo Paulina con una voz repentinamente agria.
—Tuomas me ha contado lo de… la adicción al juego. Pensé que lo sabías…
—Tuomas tiene la gripe —dijo Paulina.
—Sí. ¿Puedo hablar con él?
—No se encuentra bien.
—Me gustaría hablar con él. Me gustaría hablar con vosotros, creo que deberíais hacer algo…
Paulina se quedó callada y luego soltó una carcajada estridente. Joentaa pensó que no tenía ni idea. Ni idea de lo que pasaba entre Tuomas y Paulina, y que no podría ayudarles. De repente, al otro lado de la línea estaba Tuomas.
—¿Kimmo?
—Sí. Hola. Quería preguntar cómo estás. Si todo… marcha bien…
—Claro —dijo Heinonen.
Joentaa se quedó callado.
—Tengo gripe. Hoy me toca quedarme en casa.
—Tuomas, ¿has perdido?
—Gripe. Me quedo en casa.
—Bien.
—Hasta luego, Kimmo.
—Me gustaría ayudarte. Creo que tienes que hacer algo enseguida para hacerte con el control de la situación.
—Claro que sí.
—Piensa en Paulina. Y en las niñas —dijo Joentaa.
—Por supuesto —dijo Heinonen, que había hablado desde el principio con el mismo tono de voz, apagado y monótono.
—Me gustaría ser capaz de decir algo que te sirviera de ayuda.
—Hasta mañana —atajó Heinonen.
—¿Tuomas?
Heinonen había colgado.
Joentaa volvió al despacho y pensó que tenía que hablar con Paulina. Tenía que convencerla de poner a salvo el dinero. Todo lo que tenían. Cuando Tuomas no tuviera dinero del que tirar, no podría seguir jugando. Así de fácil.
Cuando volvió al despacho, Grönholm estaba empollando las actas. Levantó la vista al oírle entrar.
—No creo que por este camino vayamos a ninguna parte —dijo.
Joentaa se dirigió a su mesa, cogió el montón de notas de Päivi Holmquist y las ordenó de otra manera.
—El suceso tiene que ser más reciente.
—¿Qué? —preguntó Grönholm.
—Nos concentraremos en los que han ocurrido hace menos tiempo. Probablemente incluso este año —dijo Joentaa.
—Eso, de todos modos, ya lo hemos hecho. Yo, por lo menos, he ido trabajando desde los más recientes hacia atrás.
—Sí, pero a partir de ahora nos concentraremos sólo en los sucesos más recientes.
—¿Y por qué? —Preguntó Grönholm.
—No lo sé.
—Una clásica respuesta Kimmo Joentaa —dijo Grönholm.
Joentaa se sentó y releyó las listas de Päivi. Sólo tres de los sucesos que había investigado habían tenido lugar durante los últimos dos años. Dos víctimas en un accidente de un pequeño avión en Tampere, cuatro víctimas finlandesas en un accidente aéreo en Estonia, una víctima en un accidente ferroviario cerca de Paimio. Contempló los nombres y las fechas y pensó que no tenían ningún sentido.
—En serio, no sé si es el camino adecuado —dijo Grönholm.
Joentaa asintió y pensó en Tuomas Heinonen y en la vieja de la pizzería, en las cajeras de la gasolinera que no paraban de reír y en la carretera que bordeaba el agua y, por fin, en lo que le había dicho Erkki Koivikko.
«Han pasado quince años».
«En la camilla de la televisión».
«Irreconocibles», había dicho Vaasara. Absolutamente irreconocibles. Como si fueran de verdad, pero irreconocibles. Sábanas que se levantaban y se volvían a colocar. Hombres riéndose.
«En la camilla de la televisión», había dicho Koivikko. Se había levantado para ir al baño a vomitar y luego había visto el resto del programa.
Joentaa se incorporó de repente y Grönholm alzó la vista:
—¿Todo bien?
—A lo mejor no fue en la televisión —dijo Joentaa.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Grönholm.
—Tiene que haber sido más inmediato.
—¿Eh?
—Inmediato. Sin una pantalla entre medias.
—Ajá —dijo Grönholm.
Joentaa cogió el teléfono y marcó el número de Tuula Palonen, la redactora de Hämäläinen. No contestaba. Lo intentó una vez más, sin éxito.
—No puede ser —dijo intentándolo otra vez al cabo de unos segundos—, tiene que haber alguien.
—¿Qué pasa? —preguntó Grönholm.
Sonaba y sonaba, pero no contestaba nadie.
—Quiero preguntar si tienen aún el material de archivo del programa. Siempre filman también al público.
—¿Qué programa, qué público? —preguntó Grönholm.
Buscó la lista de los contactos relevantes para la investigación, que se actualizaba diariamente. Bajo el nombre de Tuula Palonen no había ningún número de móvil.
—No puede ser, maldita sea.
—¿Qué pasa, Kimmo? —preguntó Grönholm.
—La tipa tiene por lo menos cinco móviles, uno en cada oreja —dijo Joentaa.
—Tenemos sólo dos orejas, Kimmo.
—¿Qué?
—Dos. Tenemos sólo dos orejas.
Marcó el móvil de Sundström, que contestó enseguida.
—¿Qué pasa, Kimmo?
A juzgar por los ruidos, debía de estar conduciendo.
—He intentado localizar a Tuula Palonen o a uno de sus colegas en la redacción de Hämäläinen, pero no contesta nadie.
—No me sorprende, están todos ocupadísimos con el programa de esta noche. Es una reunión de famosos de primera y están todos a tope de trabajo. Además, hay novedades, voy de camino a ver a Vaasara, el asistente y compañero de Mäkelä.
—Ya.
—Ha intentado suicidarse.
Joentaa se quedó callado. Pensó en la voz cansina y monótona que tenía la noche que le había llamado.
—Una chapuza. Se encuentra estupendamente.
—Ya —dijo Joentaa.
—Se ha cortado las venas como una mujer y luego ha tenido miedo y ha llamado a urgencias.
—Pensó en Leena. Y en el bebé, Kalle. En Patrik Laukkanen, que le había hablado a Hämäläinen de Kalle, como un padre orgulloso, antes de que naciera.
—Lo siento, pero no te puedo ayudar con lo de Tuula Palonen —dijo Sundström.
—Pero necesito hablar con ella. Dile que…
—No la voy a ver hasta esta tarde.
—Demasiado tarde. ¿Tienes su número de móvil?
—No.
—No es posible, joder. Llamaré a la centralita, tienen que ponerme en contacto con alguien de esa redacción.
—¿De qué se trata?
—Aún no lo sé. Hasta luego.
—Kimmo…
Joentaa colgó el teléfono y marcó el número de la emisora. Contestó uno de los porteros y dijo que le pasaba. Joentaa se quedó en llamada en espera oyendo música clásica. Violines y piano. Con el rabillo del ojo vio que había entrado al despacho Kari Niemi y que estaba hablando con Grönholm.
La música parecía no terminar nunca. Grönholm miraba a Niemi como si no pudiera creer lo que estaba oyendo.
Joentaa dejó a un lado el teléfono.
—¿Qué hay de nuevo, Kari? —preguntó.
Niemi asintió.
—Hemos logrado separar las huellas contaminadas de las útiles, en la medida de lo posible. Los chicos que encontraron a Patrik dejaron también sus huellas. Zapatos de deporte, talla 37. Pero hemos logrado identificar un tercer perfil.
—¿Ajá?
—Zapatillas de deporte —dijo Niemi—, talla 38.
—Ajá —repitió Joentaa.
—Ha sido extremadamente complicado, porque los perfiles son prácticamente idénticos, pero si de verdad es así, el agresor calza un 38.
Joentaa asintió.
—El ángulo de entrada del arma permite deducir que es de estatura normal, pero esa talla de zapatos parece más bien la de un joven o…
—¿O una mujer? —dijo Grönholm.
—Aunque, según el análisis de Salomon, las cuchilladas fueron asestadas con una fuerza notable —matizó Niemi.
Joentaa asintió. Cólera irrefrenable, incontrolada. Aunada a concentración y paciencia.
Una sombra, había dicho Hämäläinen.
Del teléfono que se había quedado apoyado en la mesa salió una voz. Joentaa lo cogió.
—¿Diga?
—Lo siento, pero no hay nadie en la redacción —dijo el portero.
—¿Tiene usted el móvil de Tuula Palonen? —le preguntó Joentaa.
—Un momento.
Entraron de nuevo los violines. Luego volvió el portero.
—No.
—¿No?
—No. Lo siento.
—Gracias —dijo Joentaa, y marcó inmediatamente el número de Sundström.
—¿Kimmo?
—Hay novedades. Está aquí Kari —dijo.
—¿Y?
—El perfil de unas zapatillas de deporte. Talla 38.
—¿Cómo?
—38.
—Eso es una talla de niños.
—No del todo.
Una sombra, pensó Joentaa. Cerró los ojos y creyó ver una imagen. Hämäläinen tumbado en el vestíbulo desierto sin sensación de miedo. Patrik Laukkanen no había sentido ningún impulso de huir. Mäkelä se había acercado a un coche, probablemente para preguntar si podía ayudar en algo.
—Voy para allá, a Helsinki —dijo Joentaa—. Salgo ahora mismo. Necesitamos todas las tomas que tenga la emisora del programa en el que participaron Patrik y Mäkelä. Todas las perspectivas de las cámaras. Espero que aún las tengan.
—Muy bien. ¿Y para qué? —preguntó Sundström.
—Porque creo que la mujer que buscamos estaba sentada entre el público.