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Kai-Petteri Hämäläinen contemplaba el techo, surcado por luces y sombras. Junto a él yacía Irene. Parecía dormir profundamente.

El Grande y el Enorme pasaban la noche en el cuarto de invitados. Harían turnos: mientras uno velaba, el otro se acostaría en el sofá cama que en ocasiones habían utilizado para dormir, pero que para ellos resultaba demasiado pequeño. El Enorme había soltado una carcajada cuando lo había probado.

Las enanas estaban en su mundo color azul cielo del piso de arriba, durmiendo o hablando bajito de los dos extraños. Probablemente, se reían por lo bajo, porque el Enorme, nada más llegar, se había puesto a jugar con ellas al escondite. Se había escondido en el armario, detrás del sofá y, al final, incluso en la ducha. Si bien, antes de entrar, se había quitado los zapatos para no manchar las baldosas. Las enanas estaban encantadas y se habían reído sin parar. Kai-Petteri Hämäläinen había hecho además un par de muecas, antes de que, agotadas de cansancio aunque felices y contentas, se fueran a la cama con sus pijamas rosas.

Qué noche tan extraña. Qué días tan extraños. Buscó con la mano por debajo de las sábanas los puntos doloridos en la espalda, en el vientre. Algunas cicatrices quedarán, le había dicho el joven médico con una sonrisa.

Irene gimió y se dio la vuelta. Él contuvo la respiración. No quería despertarla. Quería estar solo.

El Grande o el Enorme, uno de los dos, estaba haciendo en ese momento una ronda por la casa. Hämäläinen le imaginaba junto a la gran cristalera, concentrado, espiando la oscuridad con los ojos entornados.

Mirando las luces y las sombras del techo, pensó en el momento en que el Grande le había invitado a entrar. «Bienvenido». Como un huésped en su propia casa. El silencio de Irene. La sonrisa tímida de las niñas. Un guardaespaldas de tamaño descomunal que se había estado inventando juegos para quitarles el miedo a las niñas.

Pensó en el estudio. La alfombra de color granate, con su mesa de despacho encima. La luz de los focos, el semicírculo con las filas de asientos. Las cámaras. Preguntas. Respuestas. Explicar el mundo tomando un café. O al revés. En una mañana blanca. Un pinchazo en la espalda, e Irene en silencio. Las niñas jugando al escondite con un hombre a quien no conocen. Y Niskanen había declinado. Sin dar razones. En la última tentativa, había colgado el teléfono sin darle a la redactora ni siquiera la posibilidad de decir su nombre completo. Tuula Palonen lo había intentado una última vez, también sin éxito, y se había negado rotundamente a hacerlo una vez más. Por supuesto que había sido un tema del año, por eso pasarían, como estaba planeado, material filmado. Una intervención de Niskanen diciendo que preferiría esperar los resultados del análisis B.

Tuula le había dejado un plan de guión del programa, estaba sobre la mesa del salón. Sintió ganas de hojearlo. Ya se lo sabía casi todo, el programa estaba completo y las hojas amarillas con las preguntas que iba a formular se hallaban cuidadosamente apiladas en la oficina. Los comentarios en el teleprompter.

Se incorporó lentamente y salió de puntillas del dormitorio. La casa estaba a oscuras, abajo tan sólo una luz temblorosa. La televisión. Bajó la escalera. El Enorme, sentado en el brazo de uno de los sillones, estaba mirando el programa de Hämäläinen.

Hämäläinen se le acercó silenciosamente.

—De alguna manera, es divertido —dijo el Enorme girándose hacia él—, que esté usted ahí, en la televisión, y al mismo tiempo aquí, en esta habitación.

—¿Me ha oído llegar? —preguntó Hämäläinen.

El Enorme asintió.

—He andado sin hacer ruido —dijo Hämäläinen.

—Es todo una cuestión de entrenamiento —dijo el Enorme—. No sabía que el programa fuera tan tarde.

—Lo repiten siempre a la una y media —aclaró Hämäläinen.

—Ah —dijo el Enorme.

Hämäläinen se vio a sí mismo en la pantalla, sus labios se movían. Deprisa y sin pausa. Hämäläinen, en pantalla, daba una impresión relajada y parecía divertirse. Junto a él se hallaba el médico forense, de cuyo nombre no lograba acordarse.

—¿Qué es lo que…? —murmuró.

—¿Cómo dice? —preguntó el Enorme.

—Es el programa de los muñecos —dijo Hämäläinen.

El Enorme siguió su mirada y se quedó callado.

Claro, pensó Hämäläinen. Un día antes de su reaparición habían emitido el programa con Mäkelä y el forense. El programa con lo que todo lo ocurrido parecía tener que ver de alguna manera. Tuula no lo había hablado con él. Tampoco tenía por qué. Los programas enlatados estaban ahí, a mano. El forense se reía, Mäkelä se reía y el Enorme preguntó:

—¿Quiere que suba el volumen?

—No, no —dijo Hämäläinen.

Se dirigió hacia la mesa, a buscar el guión del programa. Le había echado un vistazo de pasada poco antes de irse a la cama. Se sentó y empezó a leer. La medalla de oro del esquiador de salto, la inundación del siglo en Joensuu y alrededores. El éxito inesperado en toda Europa de un músico adolescente, el escándalo de drogas y sexo del diputado conservador. Luces y sombras. Leyó hasta que las letras y los números con los que Tuula asignaba minutos y segundos a cada tema se le emborronaron. Levantó la vista. Le ardían los ojos. En la pantalla pasaban los títulos. Permanezcan con nosotros. Hasta mañana.

El Enorme apagó la televisión.

—Debería usted intentar dormir —le dijo.

Hämäläinen asintió.

El Enorme se marchó y Hämäläinen se quedó un buen rato mirando la televisión apagada sin pensar en nada concreto.