Kai-Petteri Hämäläinen abandonó el hospital, amparado por la oscuridad, por una puerta de servicio.
El joven doctor con ese nombre tan raro le había dado la mano y la había mantenido apretada un buen rato, rogándole que se tomara las cosas con calma durante los próximos días, las próximas semanas. Las enfermeras, los celadores y los demás pacientes se lo habían quedado mirando al verle pasar por el pasillo hacia los ascensores. Ahora caminaba, flanqueado por dos agentes, uno grande y el otro enorme, y por Tuula Palonen, acalorada, a través del frío hacia un coche. Los agentes con abrigo y una mirada inexpresiva. Tuula no hacía más que mirar a derecha e izquierda y sólo pareció calmarse cuando se sentaron en el coche y el agente enorme se sumió en el tráfico intenso de la tarde.
—Ha funcionado —dijo Tuula—, no te ha visto nadie.
Hämäläinen asintió y pensó en la conversación telefónica que había mantenido a primera hora de la tarde con Tuula y Raafael Mertaranta, el director general, que le había felicitado por el alta del hospital como se felicita a alguien por un buen trabajo.
Había hablado con ellos sentado en la cama mientras una enfermera le cambiaba el agua a las flores.
Tuula y Mertaranta estaban de acuerdo en catapultarlo de nuevo a la vida en el momento adecuado, evitando las cámaras, para que pudiera reaparecer en pantalla de la manera más efectista y, por ello, con mayor repercusión. La noche de fin de año. Para contarle a la gente, ya curado y de buen humor, cómo había sido el año anterior.
El fénix que renace de sus cenizas, pensaba mientras el coche avanzaba por la clara noche de invierno conducido por un silencioso sansón. Salieron de la ciudad, cerró los ojos un rato.
Cuando se paró el coche, el agente que estaba sentado junto al conductor dijo sus primeras palabras:
—Fin del trayecto.
Hämäläinen miró por la ventanilla y buscó su casa. El gran jardín, la terraza rodeada de abetos, la piscina cubierta por una lona plastificada, la suave y cálida iluminación tras las ventanas. Irene. Las gemelas.
—¿Dónde estamos? —preguntó.
—En casa —dijo el más grande, que era el que había conducido.
Miró otra vez por la ventanilla.
—Nos acercaremos a una cierta distancia por la parte de atrás —dijo el otro—, venga usted.
Se bajó del coche.
Sus ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad. Se hallaban a los pies de un bosque rocoso.
—¿No ha paseado nunca por el camino del bosque alrededor de su casa? —le preguntó el agente enorme.
Hämäläinen negó con la cabeza.
—Es bastante empinado, pero muy bonito —dijo el otro.
Hämäläinen asintió y apretó los dientes, mientras los otros caminaban ligeros. Evidentemente, nadie parecía recordar que había sufrido un ataque hacía dos días.
—¿Estás bien? —le preguntó Tuula cuando empezó a destacarse en la oscuridad la fachada de la casa.
—Estupendamente —dijo Hämäläinen.
El agente grande abrió la pequeña puerta que siempre había estado cerrada.
—Ni siquiera sabía que existiera una llave para esa puerta —dijo Hämäläinen.
—Estaba colgada del panel de llaves —dijo el agente grande.
—Ajá.
—Nos la ha dado su mujer —dijo el enorme.
Hämäläinen asintió. Estaban en el último rincón de la parte de atrás del gran jardín. Tras los abetos blancos, las ventanas. Tras ellas, la luz. Irene, pensó. Había hablado con ella a mediodía y había tenido la impresión de que estaba muy distante.
—Vamos a la terraza —dijo el enorme.
Caminaba encorvado, detrás de él iba Tuula. El otro agente lo seguía. De repente, le agarró del brazo y se quedó inmóvil unos segundos. Pero no era nada, sólo el viento que hacía vibrar ligeramente la lona de la piscina.
El agente enorme estaba ya en la terraza y golpeó los cristales. La silueta de Irene tras la cristalera. Se abrió una puerta.
—Bienvenido —le dijo el agente grande con un gesto de invitación a su propia casa.