Cuando Kimmo Joentaa se bajó del coche, Pasi y Liisa Laaksonen, sus vecinos, le hicieron un gesto con la mano, gritándole un saludo navideño. Cada uno de ellos sujetaba una mano de Marja, su nieta, que no paraba de reír, porque Pasi y Liisa la estaban columpiando.
Kimmo Joentaa les devolvió el saludo y se apresuró a entrar en casa. Se quedó un rato parado en el pasillo, esperando a que la nieve se transformara en agua y le resbalara por el cuello. Entonces se quitó la chaqueta, la gorra y la bufanda y fue de habitación en habitación encendiendo todas las luces.
Luego, de pie en el salón y contemplando el lago helado por la ventana, pensó en Kari Niemi, el jefe del departamento de huellas, que le había preguntado si quería celebrar la Navidad con él y su familia. Se había alegrado mucho de la invitación, pero la había declinado. Quizás el año que viene. Lo mismo le había contestado a Anita, su madre, cuando le preguntó si quería pasar unos días con ella en Kitee. Y también había rechazado la oferta anual de Merja y Jussi Sihvonen, los padres de Sanna, con la excusa de que en Navidad hay mucho que hacer y no queda tiempo para nada.
Iría a visitar a Merja y Jussi mañana. Estarían un buen rato callados y en algún momento empezarían a hablar de Sanna. Cada cual a su manera. Intercambio de recuerdos. Recuerdos que, durante unos momentos, revolotearían sobre sus cabezas. Ingrávidos. Difíciles de captar. Las semanas tras el diagnóstico del cáncer, los últimos días en el hospital, de esos no se hablaría. El tintineo de las tazas y Merja ofreciéndole sus pastas hechas en casa. En una casa vacía.
Mañana. Y mañana llamaría también a su madre.
Fue a la cocina y, sintiéndose agradablemente necio, sacó de la nevera la botella aún sin abrir y se sentó a la mesa de la cocina. Pensó en Sanna, que casi nunca bebía, pero que cuando lo hacía era sin compromisos. Era una de las características que le gustaban de ella y él la había conservado tras su muerte. Pocas veces, pero sin compromisos.
Hoy era uno de esos días. Quizás. No estaba seguro. Coqueteó con la idea de beberse un vaso de leche e irse a la cama.
Seguía dándole vueltas a las diversas perspectivas tentadoras cuando sonó el timbre.
Pasi, pensó, Pasi Laaksonen, que vendría a preguntarle si no tenía ganas de pasar la Nochebuena con ellos, sus hijos y sus nietos.
O Anita. Su madre habría cogido el tren para venir a verle, a pesar de que le había rogado que no lo hiciera.
Abrió la puerta y vio la cara de la mujer que le había roto la nariz a Ari Pekka Sorajärvi y cuyo nombre desconocía. La mujer parecía un muñeco de nieve, llevaba un abrigo blanco y una gorra blanca y estaba, además, cubierta de nieve.
La mujer callaba. Sus labios parecían esbozar una ligera sonrisa, pero podía equivocarse.
—Eh… Hola —dijo Joentaa.
—Hola —dijo ella, pasando a su lado para entrar al vestíbulo.
—Yo… ¿Cómo…?
—Kimmo Joentaa. Está escrito en la placa junto a su despacho. Y en un sobre que está encima de su mesa. Sólo hay un Kimmo Joentaa en Turku. Un nombre poco frecuente. Sanna y Kimmo Joentaa, eso es lo que pone en la guía de teléfonos. ¿Está en casa su mujer?
—N… no.
Ella asintió, como si lo hubiera sabido de antemano, y se dirigió hacia el salón.
—¿Qué… qué es lo que quiere? —preguntó Joentaa.
Se volvió hacia él y se lo quedó mirando.
—No lo sé —dijo—, probablemente nada. ¿Tiene usted algo de beber?
—Eh… sí, claro… Leche… ¿Leche o vodka?
La mujer no pareció sorprenderse de la elección.
—Las dos cosas —dijo, entrando con decisión en el salón.
—Ah… —dijo Joentaa.
Fue a la cocina y sirvió un vaso de leche y uno de vodka.
La mujer se había sentado en el sofá y contemplaba el lago por la ventana.
—Bonita vista —dijo.
Joentaa colocó los vasos encima de la mesa.
—¿Puedo… ayudarla en algo? ¿Se trata de la denuncia que quería…?
La mujer se echó a reír. Otra vez se estaba riendo de él. La última persona que se había reído tan a menudo y con tantas ganas de él había sido Sanna.
—No —dijo la mujer—, no se trata de la denuncia. Ya ni me acuerdo de cómo se llama el tipo.
—Ari Pekka Sorajärvi —dijo Joentaa mecánicamente.
La mujer rio de nuevo. Más fuerte. La risa desembocó en un grito. No lograba tranquilizarse.
—Perdone… —dijo Joentaa.
La mujer reía y reía, como si estuviera viendo la escena más cómica de su vida, con él como protagonista. Un espasmo tras otro sacudía su cuerpo menudo.
Kimmo Joentaa se fue a la cocina, se bebió cuatro vasos bien llenos de vodka y, sintiéndose ya algo mejor, volvió al salón. La mujer seguía riendo, sentada en su sofá. Se sentó en el viejo sillón junto al sofá.
—Me gustaría preguntarle algo… importante —dijo, con la impresión, a todas luces absurda, de tener ya la lengua de trapo—. Ese… el tal Sorajärvi…, ¿le ha… hecho… daño?
La mujer se rio otra vez, pero esta vez brevemente.
—Así debían de haber hablado los jubilados del siglo XIX.
—Perdone…
—¡Deje ya de pedir disculpas por todo, joder!
—Lo que quiero decir es que… Yo creo que debería usted denunciar a ese hombre, como tenía pensado. Y también me gustaría entenderla mejor. Aún no consigo entenderla.
—Ari Pekka Sorajärvi me ha tratado algo más rudamente de lo convenido —dijo ella— y, a cambio, yo le he roto la nariz. ¿Entendido?
Joentaa reflexionó un instante.
—Bien —dijo.
La mujer empezó otra vez a reír.
—Sí, muy bien —dijo.
—Perdone, quería decir que ahora entiendo la situación quizá un poco mejor.
—Si vuelve usted a pedir perdón sin motivo, voy a romper la segunda nariz del día.
—Sólo puedo ayudarla si comprendo lo que ha sucedido —dijo Joentaa.
La mujer se lo quedó mirando un buen rato.
—¿Quién le ha dicho que me tiene que ayudar?
—Yo creí…
—Es usted un chiflado y ni siquiera lo sabe —dijo ella.
—Yo creo que puedo…
—Hay algo que no cuadra —dijo ella.
Joentaa esperó.
—En usted hay algo que no cuadra para nada —dijo la mujer.
Joentaa esperó.
—Hay en usted algo raro, y me muero de ganas de descubrir de qué se trata —dijo.
Entonces se levantó y lo abrazó. El viejo sillón chirrió. Sintió la piel de ella en la mejilla, su lengua en la boca y un grito llenó su cerebro.