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Paavo Sundström siguió a la redactora Tuula Palonen por un laberinto de pasillos de cristal. Llevaba el móvil pegado a la oreja y le estaba echando un rapapolvo a un compañero. Luego bufó como un gato y Sundström dio un respingo.

—¿Todo bien? —le preguntó.

—Por lo visto, no somos capaces de conseguir a Niskanen.

—¿El esquiador de fondo? —preguntó él.

Ella no contestó, tenía ya a su siguiente interlocutor en línea.

—Kai quiere a Niskanen, maldita sea. No me irás a decir que es imposible apartarle durante un par de horas de sus ovejas. Eso me da lo mismo, lo único que me importa es que acepte, como tarde, hoy a última hora. Porque hoy por la noche sale el comunicado de prensa con los invitados, idiota. Y usted quiere visitar el estudio, ¿no?

A Sundström le hicieron falta unos segundos para darse cuenta de que se refería a él, y no al idiota que estaba al otro lado del teléfono.

—Sí, si es tan amable.

—¿Y para qué?

En efecto, para qué, pensó.

—Queremos situar personal de protección en los puntos neurálgicos. Necesito una visión de conjunto —dijo.

—Ajá —dijo Tuula Palonen, que parecía prestarle atención sólo a medias.

—Por eso es importante ver el estudio y las entradas del público —dijo Sundström.

—Guardaespaldas para Kai —dijo Tuula Palonen pensativa.

—Sí, hasta que la investigación no…

—¿Cree usted que podríamos integrarlo en el programa?

—Eh…

—Algo breve. Quizá una pequeña entrevista con uno de los agentes.

—No. Me temo que no.

—Bueno, tampoco creo que a Kai le parezca bien.

Su móvil emitió una sinfonía y ella empezó otra vez a hablar de Niskanen.

Entraron en una habitación grande y oscura, con una gran cristalera que daba a un estudio iluminado. A un lado, estaban las mesas de sonido, y a lo largo de la pared, casi pegadas al techo, había pantallas planas que emitían diferentes programas, entre ellos el que se estaba grabando en el estudio.

El estudio estaba amueblado como una sala de tribunal. Un juez vestido con toga, un acusado con los hombros caídos y una muchacha en el centro de la sala, que obviamente hacía el papel de testigo. A derecha e izquierda, el público, todas las plazas ocupadas. Sundström se acercó cautelosamente.

—No tenga miedo, no pueden vernos —dijo un hombre que no había visto hasta ese momento.

Estaba sentado en una silla giratoria y miraba alternativamente lo que sucedía en el estudio y las pantallas.

—¿Ah, no? —dijo Sundström.

—Se trata del mismo cristal que usan ustedes cuando interrogan a los sospechosos.

Sundström asintió vagamente.

—Usted es el policía, ¿no?

—Sí, sí.

—Entonces ya sabe cómo funciona. Nosotros podemos verles, pero ellos a nosotros no.

—Entiendo —dijo Sundström.

Entiendo, pensó. El juez imaginario analiza al acusado imaginario. El público los juzga a ambos. El hombre de la silla giratoria los juzga a todos.

—Ajá —dijo.

Tuula Palonen gritó a un colaborador por teléfono y le dijo que iba a llamar a Kai ahora mismo y le iba a decir que Niskanen había muerto.

—En sentido figurado —dijo al encontrarse con la mirada de Sundström.

Marcó el número y esperó, respirando hondo. Hämäläinen no contestaba.

La voz metálica del juez concediendo una protesta retumbó desde los altavoces. La testigo hablaba bajo y con voz temblorosa. El público daba la impresión de estar hechizado.

—Este es el estudio —informó Tuula Palonen arrancando a Sundström de sus difusos pensamientos.

—Bien —dijo él.

—Estará construido de manera parecida. Donde está sentado el juez estará la mesa de Kai; a la derecha, visto desde aquí, estarán los invitados. El público se sienta donde está sentado ahora.

—Bien.

—Por si acaso le parece importante.

—Sí, claro. ¿Por dónde entra el público?

—Por allí atrás. La puerta de la derecha lleva directamente al vestíbulo. El público entra por la entrada principal y se les guía por el vestíbulo y la cafetería hasta el estudio.

—Ah, por cierto, tendremos que controlar a la gente.

—¿Cómo dice?

—Tendremos que controlar a la gente —dijo Sundström—. Cacheo para controlar las armas.

—Eso es… puede resultar interesante —dijo Tuula Palonen.

—No es demasiado complicado. ¿Cuánta gente cabe en el estudio?

—Eso es interesante —dijo Tuula Palonen—, eso sí que tenemos que filmarlo. No puede ser que no lo tematicemos, aunque sea brevemente. Al principio.

—Pueden hacerlo —dijo Sundström—. ¿Cuánta gente cabe en el estudio?

—Unas 250 personas. Muchos famosos. Entradas de los patrocinadores. Invitados. Las plazas para el programa suelen estar agotadas seis meses antes. De manera que, en realidad, hay poco de qué preocuparse.

Sundström asintió. Estupendo, pensó. Un problema menos. De todos modos, ordenaría que se llevaran a cabo los controles.

—¿Pero es que Kai está de verdad en peligro? —preguntó Tuula Palonen.

Sundström la miró preguntándose cómo se podía hacer una pregunta tan tonta.

—No, si estamos preparados para cualquier vicisitud —contestó.

La voz metálica del juez farfullaba algo acerca de una última oportunidad y de libertad condicional. El móvil de Tuula Palonen emitió una sinfonía.

—El programa de mañana con Kai-Petteri será una sensación —dijo el hombre de la silla giratoria bostezando.