Kimmo Joentaa salió temprano para la oficina y dejó a Larissa durmiendo.
Con la esperanza de que llegara tarde al trabajo.
Escribió una nota: «Querida Larissa, hasta esta tarde. Kimmo».
Dirigió, en ausencia de Sundström, la reunión de la mañana, vio cómo un Tuomas Heinonen que parecía no haber dormido aportaba más detalles sobre la vida privada de Patrik Laukkanen; escuchó cómo un Nurmela malhumorado requería más resultados, más certezas; y hablaba cada hora por teléfono con Sundström.
Entretanto, leyó los periódicos, que anunciaban en un lenguaje extrañamente crudo, casi marcial, y en caracteres hiperdimensionados, la mejoría de Hämäläinen y su inminente vuelta a las pantallas.
«¿Quién mata a los señores de la muerte?», titulaba Illansanomat.
«Hämäläinen, a pesar de la barbarie, el dolor y el destino», decía Eteläsuomalainen. «Barbarie», «dolor» y «destino» escritos en rojo. A saber qué quería decir esa elección de palabras.
A mediodía, Kimmo Joentaa estaba harto de todo y se marchó a Raisio. Por una carretera que conocía. Cogiendo un atajo del que muy pocos sabían.
Mientras conducía, pensaba en Sanna, sentada a su lado, en otra vida, con el traje de baño ya puesto, porque quería tirarse al agua lo más deprisa posible. Echaba a correr en cuanto aparcaba el coche.
Una estrecha carretera soleada, cortada por una línea amarilla y rodeada de bosques y agua. De vez en cuando, dejaba atrás una casa.
El número 12 era una gasolinera. Dos surtidores para viajeros perdidos. Un anuncio nevado de pizza y helados.
Se bajó del coche preguntándose qué había ido a buscar hasta allí. Detrás del mostrador había dos mujeres jóvenes, vestidas con ropas idénticas. Llevaban un delantal blanco, una camiseta azul claro, pantalón negro y una gorra de la marca de carburantes. Delante de una de las máquinas tragaperras había una mujer de mediana edad. A juzgar por el tintineo, parecía estar cobrando, sin mover un músculo de la cara, el premio gordo. En una de las mesas estaba arrellanado un hombre, con un diámetro increíble de barriga, llevándose a la boca un trozo de pizza.
—¿Ha puesto usted gasolina? —le preguntó una de las mujeres jóvenes.
—Eh… no. Mi nombre es Joentaa, soy de la policía criminal de Turku.
Le enseñó su placa.
—Oh —dijo ella.
—¿Conocía usted a Raisa Lagerblom? —preguntó.
Ella meneó la cabeza.
—Vivía aquí —dijo Joentaa— o, por lo menos, estaba empadronada en esta dirección en el momento de su muerte.
—Hay dos viviendas en el primer piso.
—¿Pero el nombre no le dice nada?
—Llevo aquí sólo dos meses. ¿Cuándo murió?
—En 2005 —dijo Joentaa.
—Arriba vive un Lagerblom —dijo su compañera desde atrás.
—¿Ah, sí?
—Sí. Antes era el arrendatario de la gasolinera. Pero de eso hace mucho tiempo. Ahora ya sólo vive aquí.
—¿Se llama Lagerblom? —preguntó la otra.
—Sí. Joakim… Joakim Lagerblom, creo.
—¿Ese que siempre se nos queda mirando como embobado? —preguntó la primera.
—Él mismo —contestó la otra.
—¿Cómo se accede a las viviendas? —preguntó Joentaa.
—Tiene que salir y girar hacia la izquierda y luego otra vez a la izquierda, por la parte de atrás de la casa.
—Gracias —dijo Joentaa, y salió.
—¿De qué se trata? —preguntó una de las jóvenes a sus espaldas.
No contestó.
La puerta que daba a las viviendas estaba abierta, Joentaa subió la escalera y llamó. Un hombre de unos sesenta años, muy bronceado y con el pelo blanco, le abrió la puerta.
—¿Es usted el señor Lagerblom? —preguntó Joentaa.
—Sí.
—Mi nombre es Joentaa, de la policía de Turku —se presentó, enseñando otra vez su placa.
—Sí… —dijo el hombre.
No daba la impresión de estar preocupado, ni siquiera interesado. Más bien desconcertado.
—Quería hacerle unas preguntas sobre Raisa Lagerblom —dijo Joentaa.
—Raisa —dijo el hombre.
—Sí… murió en un accidente de aviación.
—Dos mil cinco. En verano. Mi hija —dijo el hombre.
—¿Puedo entrar? —preguntó Joentaa.
El hombre asintió y él le siguió. El piso era más grande de lo que parecía desde fuera. Desde la ventana del salón se veía toda la carretera. Un poco más allá empezaban las casas de madera de Naantali. Se veía también una línea de playa, y en el horizonte el agua grisácea del mar parecía fundirse con el cielo.
—¡Qué bonito! —dijo Joentaa.
El hombre se lo quedó mirando.
—Bonita vista de Naantali —dijo Joentaa.
El hombre asintió.
Estaban de pie en medio de la habitación y Joentaa no sabía qué decir. El hombre se le adelantó.
—¿Qué quiere usted saber… sobre Raisa? ¿Y por qué?
—Es complicado de explicar. ¿Puede usted decirme si, aparte de usted, hay otros familiares de su hija?
—¿Por qué?
—Estamos llevando a cabo una investigación y necesitamos hablar con familiares de personas fallecidas en accidentes de aviación, por ejemplo.
—¿Por qué?
—Desgraciadamente, no le puedo dar detalles —dijo Joentaa.
El hombre se quedó callado y Joentaa se dio cuenta de que estaba manteniendo una conversación absurda, una conversación que no era posible mantener.
—Lo siento —dijo.
—Era su segundo vuelo sola —explicó el hombre.
Joentaa asintió.
—Era su sueño. Era muy valiente. En eso se parecía a su madre. Mi mujer decía siempre que lo más valiente que yo era capaz de hacer era tostarme al sol en verano y en invierno. Y que eso acabaría por ponerme enfermo.
Joentaa asintió.
—Pero la que murió fue ella. De cáncer. Y Raisa. Porque tenía que volar.
Joentaa asintió.
—Perdone si le he…
—Llevábamos la gasolinera. Mi mujer y mi hija se ocupaban del café.
Joentaa asintió.
Se levantó, le dio la mano al hombre y se despidió. Cuando salió al frío, estaba sudando.
Entró otra vez en la tienda. Las dos chicas estaban sentadas detrás del mostrador hojeando una revista y se reían. La mujer de mediana edad seguía delante de la máquina tragaperras, que emitía a cada rato las mismas melodías machaconas.
—Perdone —dijo Joentaa—, ¿hay algún otro empleado, alguien que lleve aquí unos años?
—Josefiina —dijo una de ellas.
—¿Sí?
—Josefiina es la que hace las pizzas. Toda una vida, creo.
La otra volvió a reírse.
—Y están buenísimas.
—¿Y dónde está?
—Atrás. En la cocina. Venga, le acompaño.
Joentaa siguió a la chica. Lo mismo que la vivienda de arriba, también la parte trasera de la tienda era más grande de lo que parecía. Había dos hornos con sendas pizzas doradas. Josefiina llevaba guantes y una cofia de plástico en la cabeza, y estaba pelando tomates.
—Este señor quiere hablar contigo —le dijo la joven cajera—, es de la policía.
—Kimmo Joentaa —dijo él tendiéndole la mano.
—¿Policía? —preguntó ella.
—Sí, yo…
—La última vez que vino por aquí la policía fue cuando murió Raisa. En un accidente de avión.
—Ya lo sé, por eso he…
—Tenían que investigarlo. Dijeron que todos los accidentes de ese tipo tenían que ser investigados.
—Es cierto. Quisiera preguntarle algo.
Luego se quedó callado, porque no sabía cómo formular su pregunta.
—¿Sí? —dijo la anciana, expectante.
—¿Cree usted que puede haber algún familiar que no haya… conseguido superar… la muerte de Raisa? ¿Que a lo mejor sienta… rabia… o cólera por dentro?
—¿Cólera?
—Me resulta difícil explicarlo…
—La madre de Raisa murió. Llevaba ya tiempo enferma de cáncer y murió poco después del accidente de Raisa.
Joentaa asintió.
—Y Joakim no lo ha superado, naturalmente. ¿Cómo se puede superar algo así?
—Lo sé. Perdone que me exprese con tan poca claridad…
—Eso sí. ¿Pero cólera? Nunca he notado cólera en Joakim, ni rabia. ¿Contra quién?
Joentaa meneó la cabeza.
—No lo sé. Perdone.
Les dio la mano a las mujeres y se marchó. Un callejón sin salida, pensó. Una investigación imposible de llevar a cabo.
Pensó en Sanna. Estaba al sol, al borde del agua, como si estuviera esperando algo.
Emprendió la vuelta a Turku por la estrecha carretera gris que bordeaba el agua.