Kimmo Joentaa cogió el tren para Turku. Le rogó al amable agente que informara a Westerberg y a Sundström de que ya se había marchado.
A Sundström le molestaría, pero no tenía tiempo que perder en cosas secundarias. A través de la ventanilla volaban casas blancas, bosques, lagos. Junto a él, viajaba un chico encorvado sobre un ordenador portátil, enfrascado en un juego cuyo sentido se le escapaba. Un hombre con una máscara de pájaro amarilla destrozaba coches y se tiraba desde rascacielos. El hombre de la pantalla se rompió en mil pedazos y el chico tenía pinta de estar quedándose dormido.
—Interesante —murmuró Joentaa.
El chico le dedicó una mirada desconfiada y volvió a concentrarse en llevar a la tumba al hombre amarillo.
Joentaa fue a pie desde la estación hasta la jefatura de policía, reflexionando sobre la idea que había tenido mientras miraba las fotos perfectamente archivadas de Harri Mäkelä. Probablemente, una idea difícil de llevar a cabo. Difícil, si no imposible.
Petri Grönholm estaba fuera cuando llegó, y Tuomas Heinonen estaba sentado a su mesa.
—Kimmo. ¿Ya habéis vuelto?
—Sólo yo. Paavo está aún en Helsinki.
—Ah.
—Tengo una idea que me gustaría comprobar…
—Cuenta —dijo Heinonen.
Joentaa miró a Heinonen y se preguntó cómo expresar en palabras algo que ni siquiera había pensado hasta el final, y, mientras meditaba cómo hacerlo, se dio cuenta del cambio que había sufrido la cara de Heinonen. Su mirada seguía empañada, seguía nerviosa. Pero algo había cambiado.
—He ganado —anunció Heinonen.
—Sí…
—He vuelto a ganarlo todo. O casi todo. En un torneo de hockey sobre hielo que hay en Alemania. Eslovaquia contra Canadá.
—Sí…
—Victoria de Eslovaquia, los muy idiotas de la compañía de apuestas no se han dado cuenta de que Canadá participaba con un equipo B. Un error extraño, no suele pasarles.
Joentaa asintió.
—Combinada triple, dos favoritos y Eslovaquia como equipo marginal con una cuota altísima…
Joentaa asintió sin entender nada.
—Podría decírselo todo a Paulina y tirarle sobre la mesa el dinero.
—Yo no lo haría.
—Tengo mucho… mira… aquí…
Heinonen fue a coger su abrigo, que estaba colgado del respaldo de su silla, y empezó a sacar billetes de quinientos euros.
—¿Ves? Todo lo que quieras. Soy el rey —dijo—. Siento haberte sacado de quicio estos días, y te agradezco mucho…
—Tienes que dejarlo —dijo Joentaa.
Heinonen se lo quedó mirando.
—Tienes que dejarlo. Ahora mismo.
—Probablemente tienes razón.
—Si de verdad quieres a Paulina y a tus hijas, lo dejas ahora mismo —dijo Joentaa oyendo el pathos en su propia voz.
—Tienes razón.
Sonó átono y estudiado.
Se quedaron callados frente a frente.
—¿Qué es esa idea que has tenido? —le preguntó, al fin, Heinonen.
Joentaa vio a Heinonen, su rostro acalorado y la catástrofe que se le venía encima. Tenía que hablar con Paulina.
—¿Kimmo?
—Sí…
—Tienes una idea…
—Sí… aún no estoy seguro. Me gustaría, si es posible, hacer una lista de todas las personas que han muerto en los últimos años en un accidente de aviación, ferroviario o en un incendio en un parque de atracciones…
Heinonen asintió y pareció querer antes que nada visualizar la tarea.
—Ajá… Parque de atracciones… entiendo, te refieres a… los muñecos del programa.
—Exacto. Se habló explícitamente de qué tipo de muerte habían representado en pantalla. Creo que debe haber un familiar de alguna de esas víctimas que no ha superado su pérdida y al que el programa puede haber removido algo que…
—Suena muy atrevido… rebuscado —dijo Heinonen.
—Lo sé, pero todo lo que está pasando lo es, ¿no?
Heinonen asintió, pero no parecía del todo convencido.
—Bueno, de todos modos, yo voy a seguir por ese camino. Me da lo mismo lo que penséis.
Se sentó a su mesa, pensando aún en Paulina mientras se encendía el ordenador. Tenía que hablar con ella. Aunque no sabía cómo hacerlo. Paulina ya lo sabía, debería ser capaz de frenar a Tuomas. ¿Quién, si no ella?
Pensó en los billetes que Heinonen llevaba en el bolsillo del abrigo. Una fortuna tras una simple cremallera que Tuomas seguramente tenía consigo para llevarla a la casa de apuestas apenas terminado el servicio, o quizá durante la pausa.
Intentó sacudirse el pensamiento de la cabeza y llamó a Päivi Holmquist al archivo. Su voz sonaba agradablemente fresca y despreocupada.
—Claro que te puedo ayudar —le dijo cuando le había expuesto lo que quería.
—Fantástico. ¿Y cómo?
—Tenemos un acceso exhaustivo y ahora ya sin complicaciones a los archivos de los periódicos —dijo ella—. Para empezar, puedo confeccionar una lista de los sucesos que puedan ser relevantes.
—Eso está bien —dijo Joentaa.
—Habrá que rebuscar un poco más a fondo para localizar los nombres de todas las víctimas, claro. Y luego, si lo he entendido bien, se trata de encontrar a los familiares…
—Sí, eso es —dijo Joentaa.
—Bien. Pues me pongo a ello —dijo Päivi,
—Muchas gracias —respondió Joentaa.
Sentado con el teléfono en la mano, sintió de repente una gran desgana de ponerse a buscar a los familiares de las víctimas, a hurgar en su tristeza, todo ello en nombre de algo que podía ser una locura.
—¿De veras tienes esperanzas de que funcione? —le preguntó Heinonen, sentado frente a él.
—No lo sé…
—Patrik Laukkanen tenía deudas —dijo Heinonen.
Joentaa levantó la cabeza y le miró inquisitivamente.
—Especulaciones en bolsa… —añadió Heinonen.
—¿Y qué tiene eso que ver con el asesinato de Mäkelä y el atentado contra Hämäläinen?
—No hemos llegado tan lejos.
Joentaa asintió.
—Se trata simplemente… de un resultado de la investigación —aclaró Heinonen.
Joentaa se levantó bruscamente. Quería marcharse a casa. Enseguida. Quería estar con Larissa ante el pequeño árbol. ¿Qué le importaban a él las deudas de Laukkanen? Ni siquiera tenía derecho a saber de su existencia.
Bajó y pasó junto al gran árbol de Navidad, hasta llegar a la máquina de bebidas. Echó las monedas y sacó una botella de agua. Cuando iba a subir, se encontró con Heinonen de frente. La mirada nerviosa y empañada.
—Tengo que… salir un momento —dijo.
Kimmo Joentaa asintió.
—Vuelvo en diez minutos.
Se lo quedó mirando y le vio andar en medio de la nieve y, a pocos metros del edificio, echar a correr.