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Kimmo Joentaa se despertó con escalofríos y con la sensación de saber lo que había que hacer. Bajó a la sala de desayunos. Sundström estaba perdido en sus pensamientos frente a un tazón de cereales y un café.

—Buenos días —dijo Joentaa sentándose a su lado.

—Buenas —respondió Sundström.

—Quiero que le demos un giro a las investigaciones —anunció Joentaa.

Sundström alzó la vista.

—Creo que no existe un motivo racional, sino un motivo asociado —explicó Joentaa—, que tiene que ver con el programa de televisión.

—Continúa.

—Creo que el agresor vivió el programa como algo… traumático, como una especie de… ataque a su paz espiritual. Ello explicaría el porqué de la cólera, de la rabia que parece haberlo empujado.

Buscó en la expresión de Sundström signos de ironía o escepticismo, pero no los encontró.

—Aún no sé qué relación existe, pero debe de concernir a los muñecos y a la manera como se habló de ellos.

—Muñecos, Kimmo, son muñecos.

—Sí, pero para alguien no lo eran. Pongamos que una persona los vio de otra manera. Quizá como un ser querido cuya pérdida aún no ha superado.

Sundström guardó silencio y al cabo de un rato siguió tomándose los cereales. Luego dejó la cuchara y dijo:

—Qué idea tan extraña.

—Lo sé —dijo Joentaa—, pero yo creo en ella.

—Creer…

—Ayer por la noche volví a ver el DVD. Y luego hablé con Vaasara por teléfono, el asistente de Mäkelä.

—¿Y?

—Piensa que es una idea peregrina.

—Ajá…

—Y sin embargo…

—Mira, Kimmo, yo también he visto el programa y sé que esos muñecos no son nada más que eso, monigotes. Cadáveres de película. Atrezo. Material sintético.

—No entiendes lo que quiero decir.

—No del todo.

—Quiero revisar todos los bancos de datos que ha ido creando Mäkelä —dijo Joentaa.

—¿Por qué?

—Vaasara me dijo que tenía… una gran colección de fotos de archivo.

—Sí, sí. Pero ¿por qué quieres verlas?

—No lo sé.

Sundström bajó la vista hacia sus cereales.

—Esa es una razón típica de Kimmo Joentaa:

«No lo sé».

—Tú mismo admites que la clave está en ese programa. Y el punto central de la entrevista son los muñecos.

—Hasta ahí, todo claro. Lo que no entiendo es tu teoría.

—¿Tienes acaso una mejor?

—De momento, no tengo ninguna.

—Pues entonces…

—Y eso es justamente lo que me pone de buen humor respecto a la famosa rueda de prensa. Probablemente, voy a necesitar toda la mañana para prepararme esa estupidez.

Kimmo se levantó.

—Hasta luego. Yo me pongo en marcha.

—Kimmo, espera un momento…

Joentaa atravesó la sala de desayunos a toda prisa. Cuando llegó al vestíbulo, giró sobre sí mismo y vio a Sundström observar sus cereales meneando la cabeza.

Atravesó la recepción pensando que Sundström, desde el atentado contra Hämäläinen, transmitía una fuerte sensación de pasividad y, por primera vez desde que Joentaa trabajaba con él, parecía no estar a la altura de la situación. Tenía que recuperar ese humor suyo tan característico para volver a desarrollar su habitual eficiencia.

A la altura de la puerta, se paró un momento y se sacó el móvil del bolsillo del abrigo. Marcó el número de su casa y, tras pocos segundos, oyó una voz desconocida que no era la del saludo estándar del contestador, y que tampoco recitaba el mismo texto.

—Eh… ¿Hola?

—Sí, dígame.

—¿Quién es usted?

—Eso es lo que yo debería preguntar, creo.

—¿Larissa?

—No.

—Mi nombre es Joentaa y soy el dueño del teléfono que tiene usted en la mano.

—Ah, es usted…

—Sí, soy yo. Y quisiera hablar con Larissa…

—No está.

—Ajá. Y usted, ¿quién es?

—Jennifer. Una compañera.

—Ah… ¿Y Larissa…?

—Larissa está en el baño. Yo vengo a recogerla, porque si no, tiene que andar mucho hasta la parada del autobús.

—Ajá…

—Ayer llegó tarde. No lo ven con buenos ojos.

—Eh… muy amable por su parte.

—¿Le digo que le llame?

—Se lo agradecería.

—Hasta luego.

—Esto… espere… un momento…

Jennifer, o como se llamara, había colgado. Kimmo Joentaa se quedó un rato parado, con el teléfono en la mano. Luego se lo metió en el bolsillo y salió al sol de invierno.