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Kimmo Joentaa extrajo el DVD, apagó el ordenador, ignoró la presencia de la recepcionista y se fue a su habitación. Se dejó caer en la cama blanca y estirada y se quedó un rato reflexionando.

Lo dudó aún unos instantes, pero luego llamó a información. No tuvo éxito. Sacó de la mochila la lista de teléfonos de los investigadores del caso. Encontró tres números junto al nombre de Westerberg, el de la oficina, el móvil y el de su casa. Marcó el de su casa.

Westerberg contestó enseguida. Sonaba más despierto que de día. Joentaa le explicó de qué se trataba.

—Vaasara. ¿El asistente del modelador de muñecos? —le preguntó Westerberg.

—Sí. ¿Tienes su número? Vivía con Mäkelä, pero no figura en la guía ni bajo el nombre de Mäkelä ni como Vaasara.

—Mmm —musitó Westerberg—, un momento. Joentaa oyó a lo lejos una voz femenina y crujido de papeles, luego Westerberg murmuró algo que no iba dirigido a él. Por fin, volvió al teléfono.

—Enseguida lo tengo —dijo.

—Estupendo.

—Mmm… ¿Lo apuntas?

Joentaa cogió un lápiz y anotó el número que Westerberg le dictaba.

—Gracias.

—No hay de qué. Dime, Kimmo, ¿por qué…?

—Hasta mañana —dijo Joentaa colgando el teléfono.

No tenía tiempo de poner en palabras para Westerberg una idea que a él mismo se le escapaba constantemente entre los dedos.

Marcó el número y esperó. Dejó sonar el teléfono durante minutos. Hasta que Vaasara contestó.

—Sí…, ¿diga?

—Habla Kimmo Joentaa, de la policía criminal de Turku. Estuve hace poco con otros dos colegas en su casa…

—Sí…

—Tengo que preguntarle algo que me parece relevante, por eso le he llamado a estas horas.

—Sí…

—Se trata de los muñecos. —Sí…

—Se trata del proceso de fabricación. Quiero saber qué es lo que al modelador le sirve como modelo.

—¿Modelo? —Sí.

—Yo… Perdóneme, pero no…

—¿Qué usan como modelo? Hacen ustedes réplicas exactas, ¿qué utilizan como modelo?

—Bueno… —dijo Vaasara.

—¿Sí?

—Depende. Eso depende de la manera de trabajar de cada uno.

—¿Y eso quiere decir…?

—Uno que replica cadáveres tiene, por supuesto, una gran formación por lo que respecta a la anatomía humana. Tiene que tenerla de todos modos, también para hacer otros… bueno, muñecos normales. Y para la réplica de los cadáveres utilizamos… diversas fuentes. Muchas veces nos hemos basado en textos de la policía, hay libros de estudio para los que cursan estudios en la academia de policía que describen e ilustran con gran detalle diferentes tipos de muerte…

Joentaa asintió.

—Trabajamos con el Instituto Forense de Helsinki y con la Facultad de Medicina… asistimos a disecciones y… Harri tenía, además de sus diplomas de formación profesional, títulos en física y química, era… era una persona brillante.

Joentaa asintió.

—Quiero decir alguna otra cosa —dijo.

—¿Como qué? —preguntó Vaasara.

—¿Es posible que algún familiar pueda reconocer en los muñecos a un ser querido que ha perdido?

Vaasara se quedó callado.

—¿Entiende? —preguntó Joentaa.

—Creo que sí.

—¿Y?

—No es posible —dijo Vaasara.

—¿Y por qué no?

—No replicamos muertos de verdad —dijo Vaasara.

—Pero usan fotos como modelo, ¿no? Las fotos de los libros de texto, por ejemplo.

—Por supuesto —dijo Vaasara.

—¿O sea que…?

—Usamos fotos. Harri más que yo. Harri tenía enormes bancos de datos con fotos, Internet está lleno de ellas. Ahogados, apaleados, tiroteados, atropellados, mutilados… cadáveres en diferentes estadios de putrefacción.

—Entonces estamos de acuerdo —dijo Joentaa.

—No —dijo Vaasara—, usamos imágenes y fotos de la misma manera que usamos nuestros conocimientos de química y de los procesos biológicos. Y sobre todo, claro está, nuestra creatividad, para construir muñecos. No personas reales.

—Eso quiere decir…

—Eso quiere decir que el modelo real, si es que lo hay, no coincide con el muñeco que se produce al final.

Joentaa cerró los ojos y sintió que, cuanto más intentaba Vaasara convencerlo de lo contrario, más se iba definiendo su idea vaga y enrevesada. Vaasara no parecía nervioso, ni tampoco molesto, sino que contestaba a sus preguntas tranquilo, algo adormilado y ausente. En ningún momento pareció entender lo que Joentaa le quería decir.

—Las caras —dijo Joentaa.

—¿Caras? —preguntó Vaasara.

—Las caras de los muñecos. ¿Quién sirve de modelo?

—¿Qué caras? —preguntó Vaasara.

—Las caras de los muñecos —insistió Joentaa.

—Ah… Los muñecos no tienen cara. Son casi siempre superficies lisas, porque las cabezas, en las películas para las que se producen, no se enseñan.

—A veces sí que se enseñan las cabezas.

—Sí, a veces. Pero entonces se trata de… masas de carne irreconocibles… o trozos de piel quemada…

—Eso no es del todo cierto —dijo Joentaa.

—Mmm… A veces se trata de caras de verdad, las de los actores. Una vez hicimos incluso una estrella de Hollywood. Salía como gag en toda la película, una de esas comedias sin sentido.

—No. Lo que quiero decir es lo siguiente: los muñecos que salieron en el programa de Hämäläinen tenían caras.

—Mmm… No, no lo creo —dijo Vaasara.

—Sí. Por ejemplo, la víctima de un accidente aéreo. La cara del muñeco sale incluso durante unos segundos en primer plano.

—Mmm… Accidente aéreo…

—¿Pero no vio usted el programa?

—No. Estaba de viaje de trabajo en Estados Unidos.

—Se ve la cara…

—Y dice usted que se trataba de un accidente aéreo… No creo que en esas circunstancias se vea mucho de la cara…

—Se ve la cara. Por supuesto, tiene… muchas heridas y…

—Eso es lo que quiero decir. Una masa de carne, llena de manchas de sangre, hinchada… y seguramente irreconocible. A lo mejor incluso se trata del mismo Harri.

—¿Cómo dice?

—A veces, Harri les daba sus facciones a los muñecos durante el proceso de producción. Era… como una broma.

Vaasara sonaba triste mientras lo decía. Joentaa estaba agotado.

—La cara que yo vi no era la de Harri Mäkelä —dijo.

—Sólo estoy diciendo que Harri, a veces… —comenzó Vaasara.

—No. Creo que así no vamos a ninguna parte.

—Sí…

—Le doy las gracias.

—Sí… —dijo Vaasara.

Joentaa colgó el teléfono.

Apoyó el móvil sobre la mesilla y estuvo un buen rato dándole vueltas a las cosas sentado al borde de la cama.

Pensaba en el rostro que había visto.

El rostro de un muerto sin rostro.

El rostro de un muerto que no era tal.

Pensó en la mujer rubia que quizá estaba en su casa, sin entender por qué la echaba de menos.

En algún momento, cerró los ojos y se dejó caer en un sueño que era tan vago como el mareo y el dolor que sentía en la frente.