Se dirigieron a la emisora de televisión. Justo enfrente del edificio había varios vehículos policiales. Los del departamento de huellas, con sus monos blancos, armonizaban completamente con la nieve y con la construcción futurista de cristal que se alzaba hacia el cielo tras ellos.
Westerberg estaba al teléfono. Sundström estaba al teléfono. Westerberg le estaba echando una bronca a un colaborador, y hasta en eso sonaba apático. Sundström hablaba con Nurmela, que no paraba de llamar. Los agentes que llevaban la investigación en Helsinki habían convocado una rueda de prensa para las dos de la tarde. Sundström se esforzaba por explicar a Nurmela que no tenía ninguna intención de sentarse en la tarima, y que era asunto de sus colegas mencionar la estrecha colaboración entre Helsinki y Turku.
Entraron en la torre de cristal. Tras las puertas se encontraba tan sólo un ujier que casi ni les miró cuando pasaron por delante. La catástrofe ya había sucedido y no parecía esperar una segunda.
El vestíbulo y la cafetería estaban vacíos. Desalojados para los del departamento de huellas. Las declaraciones las estaban tomando en una sala de conferencias en el primer piso. Westerberg les condujo hasta ella sin interrumpir la conversación con su colaborador. Dejó caer la mano que sostenía el móvil tan sólo cuando tuvo delante al colaborador con el que estaba hablando, que también se apartó el suyo de la oreja.
—No puede ser —dijo Westerberg, hablando ahora en voz baja y lenta.
—¿Qué? —preguntó Sundström.
—No tenemos nada. Absolutamente nada. Nadie tiene ni idea de quién ha apuñalado a Hämäläinen.
Entraron en una sala llena de gente. Sentados a las mesas, estaban varios agentes hablando con los empleados de la emisora de televisión. Joentaa reconoció a uno de los porteros que les había dejado entrar el día anterior.
—Bien. El espacio en que nos movemos es, en cierto modo, un espacio cerrado —comentó Westerberg—. Pero sólo casi.
—Hablas como la esfinge —dijo Sundström.
—Bien, en principio, se registra a todo el que entra al edificio, lo cual reduciría notablemente el círculo de personas a tener en cuenta.
—¿A las doscientas personas que trabajan aquí, quieres decir?
—Sí, pero desgraciadamente no funciona.
—Ajá —apostilló Sundström.
—Ha habido esta mañana dos visitas guiadas por el edificio de la emisora para los ganadores de un crucigrama —dijo Westerberg.
—Un crucigrama —dijo Sundström.
—Si partimos de la base de alguien de fuera como posible agresor, y si aceptamos el presupuesto de que es poco probable que se inscriba con su nombre y apellido si su intención es matar a Hämäläinen, entonces podemos suponer que se ha infiltrado entre la gente de uno de los grupos para poder entrar de incógnito.
Sundström asintió.
—Y luego ha acuchillado a Hämäläinen en el vestíbulo y ha salido como si tal cosa.
—No —dijo Westerberg.
—No me digas.
—No, a Hämäläinen le han acuchillado en la cafetería.
—Bueno, para ser exactos, entre la cafetería y el vestíbulo. No hay una puerta de separación, sino que ambos espacios se unen.
Sundström se quedó mirando a Westerberg y, de repente, empezó a reírse.
—Mira, Marko, ¿me estás tomando el pelo?
—No —contestó Westerberg.
—No irás a decirme que nadie ha visto cómo el presentador estrella de esta casa caía herido al suelo boqueando. Eso es… tiene que haber habido alguien en la cafetería. Detrás del mostrador, por ejemplo.
—Detrás del mostrador, en ese momento, no había nadie, porque la empleada había ido al cuarto de baño. Dos mujeres, redactoras del telediario, han declarado que estaban tomando café al mismo tiempo que Hämäläinen, pero sólo le han visto abandonar la cafetería. No han visto cómo fue agredido.
Sundström hizo gestos de asentimiento durante un rato, murmurando afirmaciones:
—Sí, claro. Sí, por supuesto.
—Estoy igual de enfadado que tú…
—Ahí está lo bueno. ¡Es para partirse de la risa! —gritó Sundström.
Las conversaciones en la sala se apagaron y Sundström empezó realmente a reírse.
—¡Tenéis vuestras cámaras por todas partes, todo lo filmáis: y, luego, vais y os perdéis lo mejor! Ahí está la ironía de la cosa, es increíble. Kimmo, ¿no lo ves? ¡Es de chiste!
—Paavo, cálmate un poco y luego seguimos —dijo Westerberg.
—Bien, así lo haremos. ¿De dónde sacas ese aletargamiento? ¿Haces yoga, o taichi o qué…?
—Paavo, vamos a…
—Aquí han acuchillado hoy al finlandés más famoso y otros dos hombres han perdido la vida, entre ellos uno al que conocía y apreciaba mucho. ¿Hasta aquí todo claro?
Westerberg asintió.
—Quiero hablar con el portero que ha dejado pasar a esos grupos —dijo Sundström—, y con las personas que formaban parte de ellos. Ahora. Y que Kimmo hable otra vez con las dos mujeres que han visto a Hämäläinen en la cafetería.
Westerberg asintió.
—Me ocupo de ello ahora mismo —dijo, volviéndose hacia su colaborador, que seguía de pie con el móvil en la mano.
—Bueno, sobre eso ya no tengo chistes que hacer —añadió Sundström.
Westerberg le hizo un gesto a Joentaa para que se le acercara. Estaba junto a dos mujeres jóvenes de aspecto consternado y, al mismo tiempo, molestas y excitadas. Una mezcla de sensaciones. Como los dos chicos en el bosque de Turku cuando estaban tras la barrera y contemplaban el cuerpo de Patrik Laukkanen tirado en el suelo.
Joentaa dio la mano a las redactoras y se presentó. Se sentaron a una de las mesas y Joentaa les hizo la pregunta cuya respuesta, como ya sabía, era «no».
—¿No han visto nada? ¿Ni tan siquiera la sombra de una persona acercándose a Kai-Petteri Hämäläinen?
Ambas mujeres menearon la cabeza.
—Estábamos aún sentadas en la cafetería, en nuestra mesa, cuando Kai-Petteri salió. Estábamos…
—Nos lo quedamos mirando, estábamos hablando de él… —completó la otra.
—Luego salió de nuestro campo visual, nosotras seguimos sentadas aún un par de minutos. No oímos nada… absolutamente nada.
—Cuando salimos por el mismo sitio por donde había salido él, le vimos tirado en el suelo…
Joentaa asintió. Un par de minutos. Kai-Petteri Hämäläinen había estado varios minutos luchando por su vida en el centro de la caja de cristal sin que nadie se diera cuenta de ello.
—Estaba en el suelo… muy tranquilo. Nos miraba y no hacía más que asentir con la cabeza…
—Corrimos hacia la recepción, los porteros llamaron a la ambulancia. Y un momento después, todo el edificio parecía saberlo. De repente estaba allí todo el mundo…
—Intenten concentrarse en las personas que vieron. ¿Había alguien que no fuese de aquí? ¿Quizá fuera, en el parque? A lo mejor han visto a alguien por las ventanas mientras esperaban a la ambulancia…
Menearon la cabeza.
—No había nadie —dijo la más joven de las dos—. No había absolutamente nadie. Y luego, de repente, todos. Pero nadie que me haya llamado la atención.
La colega asintió para corroborar sus palabras.
Joentaa les dio las gracias. Las dos mujeres se levantaron y se quedaron de pie, indecisas. Miraron a su alrededor, como si no supieran lo que tenían que hacer. Como la mayor parte de las personas que se hallaban en la sala. «El reverso de la medalla», pensó Joentaa. Los investigadores hacían preguntas metódicas. Y los empleados de la emisora que inventaba cada día nuevos formatos y puestas en escena para las catástrofes de la vida no lograban hallar una respuesta.
Pensó en Kai-Petteri Hämäläinen. En la invariable expresión de su cara, que, si había entendido bien a las redactoras, permaneció idéntica incluso mientras yacía en el suelo herido de gravedad.
Vio a Sundström hablando agitadamente con un grupo de personas. Joentaa reconoció a uno de los porteros y dedujo que los demás serían el grupo de visitantes. Llegaba hasta él la voz de Sundström, cargada de cólera reprimida. En un rincón de la sala vio a la asistente de Hämäläinen. Tuula Palonen, si no recordaba mal. Estaba hablando con un hombre de mediana estatura y pelo canoso, o más bien parecía estar escuchando mientras él le explicaba algo. Se dirigió hacia ellos.
—Perdón —dijo.
Tuula Palonen se volvió bruscamente hacia él:
—Pero no ve usted que… Oh… estábamos…
—Kimmo Joentaa. Estuve ayer en la redacción con otros dos colegas.
—Claro. Perdone. Justamente estábamos… Este es Raafael Mertaranta, nuestro director general.
—Encantado —dijo Mertaranta.
Joentaa asintió.
—Hemos oído que Kai-Petteri está mejorando. Menos mal —dijo Mertaranta.
—Los médicos nos han dicho que su estado se ha estabilizado.
—Me gustaría ir al hospital —dijo Tuula Palonen—, pero su colega… —hizo un gesto hacia Westerberg, que estaba sentado hablando con alguien en una de las mesas—, su colega cree que es mejor que todos los colaboradores estén aquí, disponibles.
Joentaa asintió.
—Hemos estado en el hospital antes de venir aquí. De todos modos, aún no se puede hablar con él. Todavía no ha recuperado el conocimiento.
Tuula Palonen suspiró de manera casi inaudible y Raafael Mertaranta dijo:
—¿Sabe usted cuándo podrá volver a presentar?
Joentaa estaba demasiado perplejo como para contestar.
—Por el momento tendremos que sustituirle, claro —dijo Mertaranta.
Joentaa intentaba encontrar las palabras.
—Sí —dijo al fin.
—Las noticias, de todos modos, emiten hoy un programa especial sobre… sobre Kai —intervino Tuula.
Mertaranta asintió.
—Podríamos, quizá, pasar en nuestro espacio una versión extensa del especial.
Mertaranta se lo pensó un momento y luego dijo:
—Buena idea.
Se hizo un breve silencio y Mertaranta le dedicó a Joentaa una mirada que este no supo descifrar.
—No nos malinterprete, simplemente tenemos que hacer algo para que la pantalla no esté negra. Ahora que sabemos que Kai está mejor, es un gran alivio y…
Joentaa asintió.
—Y, ¿sabe usted? —preguntó Mertaranta.
Joentaa esperó, pensando en Larissa y las ganas que tenía de llamarla y oír su voz.
—Seguro que Kai-Petteri también lo querría así. ¿Sabe qué es lo primero que haría Kai-Petteri si estuviera en condiciones?
En condiciones, pensó Joentaa, y pensó también en el cuerpo que yacía inerte y en todos esos tubos, y Mertaranta dijo:
—Se entrevistaría a sí mismo.