Ari Pekka Sorajärvi se ahorró el engorro de una denuncia. Mientras Kimmo Joentaa intentaba explicarle por enésima vez las formalidades a seguir, la mujer se levantó, sin prisas, perdida en sus pensamientos, y se despidió. Se marchó despacio, pero decidida, y cerró silenciosamente la puerta.
Joentaa permaneció aún un buen rato sentado, contemplando el formulario vacío que parpadeaba en la pantalla. Nombre y apellido, dirección, fecha de nacimiento.
Luego se levantó y se dirigió por el oscuro pasillo y bajo la nieve hasta su coche.
Condujo hasta Lenganiemi. Durante el recorrido del ferry estuvo apoyado en la borda desafiando al viento helado. Sintió un cierto alivio al comprobar que el conductor del ferry seguía sentado, como siempre, en su cabina con cara de pocos amigos, pese a la guirnalda de luces que colgaba del ventanuco.
Recorrió en coche el camino del bosque, que parecía no terminar nunca, hasta que la iglesia se recortó de repente contra el cielo. Se oía el suave murmullo del mar y, al entrar en el cementerio, vio deslizarse algunas sombras. Joentaa las oyó hablar en sordina. Las cabezas bajas, concentradas en las tumbas de sus seres queridos, que se hallaban en la oscuridad. Sin embargo, cada cual sabía dónde tenía que buscar. Dos de las sombras murmuraron un saludo cuando se cruzaron con él y Joentaa les devolvió el saludo.
Estuvo un buen rato delante de la tumba de Sanna sin pensar en nada en concreto. Luego sacó una vela de su mochila, la encendió y la colocó cuidadosamente en el centro de la lápida. Se quedó mirándola fijamente hasta que la luz empezó a desdibujársele en los ojos. Entonces, se dio la vuelta y se marchó. De la iglesia llegaban cánticos y los monótonos y dilatados acordes del órgano.
La expresión del conductor del ferry siguió siendo la misma durante el viaje de vuelta y Kimmo Joentaa se dirigió a su casa.