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—¿Ari Pekka Sorajärvi? —preguntó Joentaa.

—¿Quién quiere saberlo? —contestó el hombre que había abierto la puerta.

—Yo —dijo Joentaa.

El hombre se lo quedó mirando unos instantes. Cara redonda. Mirada segura. Traje y corbata. A punto de salir para la oficina. La nariz cuidadosamente tapada con un apósito.

—¿Y quién es usted? —preguntó el hombre.

—Joentaa. Policía criminal.

El hombre sonrió. Algo inseguro. O mejor dicho, divertido. Probablemente Joentaa no cuadraba con la imagen que Ari Pekka Sorajärvi tenía de un policía.

—¿Va en serio? —preguntó Sorajärvi.

—¿Cree usted que llamaría a su puerta para gastarle una broma?

—Pero ¿qué es lo que quiere?

—Su carnet de conducir —dijo Joentaa entregándole la tarjeta.

Sorajärvi dio un respingo.

—Oh —murmuró.

—¿No se había dado cuenta? —le preguntó Joentaa.

—Eh… pues no. Sinceramente, no. ¿De dónde…?

—Larissa —le espetó Joentaa.

Sorajärvi se lo quedó mirando embobado.

—Eh…

—Tiene usted suerte de tener la nariz rota, porque si no fuera así, sería yo quien se la rompiera ahora mismo.

Sorajärvi seguía embobado y Joentaa se sorprendió de las memeces que estaba diciendo.

—Hasta la vista —dijo dándose la vuelta.

Sintió la mirada de Sorajärvi en la espalda. Seguía en la puerta de su vistosa casa cuando Joentaa arrancó el coche. A derecha e izquierda de la puerta había sendos árboles de Navidad decorados.

Mientras conducía, Joentaa empezó a reírse y no lograba parar. Sonó su móvil. Era Sundström. Parecía estar muy lejos. Hablaba bajito y como ausente.

—Hämäläinen —dijo.

—¿Sí? —preguntó Joentaa.

—Acuchillado. En la cafetería de la emisora de televisión.

Joentaa sintió un zumbido en la cabeza y lágrimas de risa en las mejillas.

—Está en la UCI. Nos vamos a Helsinki.

—De acuerdo —dijo Joentaa.

—Hasta ahora —se despidió Sundström antes de colgar el teléfono.