Kai-Petteri Hämäläinen se levantó con la sensación de no haber dormido en toda la noche. Al bajar la escalera oyó las voces cristalinas de Lotta y Minna. Estaban sentadas a la mesa atiborrándose de cereales. Irene, de pie junto al tablero, sonreía.
Se duchó, se afeitó, se vistió y le dio a Irene un beso en la mejilla antes de enfrentarse al nuevo día. La caja de cristal en la pálida luz de invierno. Subió en ascensor al undécimo piso. Tuula venía a su encuentro por el amplio pasillo azul y gris con una gran sonrisa. Le dijo aún a distancia que habían superado al rey del tango. Choque contra un alce, pensó. Maldita suerte. Maldita y absurda.
—Cuarenta por ciento —dijo Tuula—, la muchacha ha sido un golpe de suerte.
Él asintió.
—Hemos conseguido la mejor cuota desde Niskanen —dijo Tuula.
Asintió. Niskanen, el esquiador de fondo finlandés que había aparecido en la pantalla de televisión saliendo de un bosque nevado con un esquí partido en tres trozos debajo del brazo. Maldita y absurda suerte. Una rotura del esquí en la competición para el campeonato mundial. Tres días después, se le había acusado de dopaje y había confesado, con una voz extrañamente monótona y distante, que había roto él mismo el esquí en el bosque, aprovechando un lugar donde no había cobertura televisiva. Para tener que retirarse de la carrera y evitar así una prueba de dopaje. Sin embargo, el análisis de una prueba realizada con antelación al campeonato del mundo ya le había delatado.
La posterior intervención del mejor esquiador de fondo finlandés en el programa de Hämäläinen había sido seguida prácticamente por la mitad de los finlandeses. Hämäläinen no lograba recordar el contenido de la conversación, sólo que el silencio titubeante de Niskanen le había sacado de quicio. Las críticas habían sido buenas. Le habían alabado por no haber dejado a Niskanen ninguna posibilidad de escabullirse de su responsabilidad. Había tratado al héroe caído con dureza, pero —en su opinión— también con profesionalidad. «Casi como un juez en un tribunal», le había dicho Irene por la noche, y él, aunque intuyó que tenía razón, no quiso dársela y dejó caer su comentario en el vacío.
—Estuviste muy bien —dijo Tuula.
Asintió.
—El mejor programa en mucho tiempo.
—Gracias —contestó él, dirigiéndose a su despacho, una caja de cristal dentro de una caja de cristal.
Sobre su cabeza, colgaba el cielo azul de invierno; debajo, se movían las pequeñas figuras humanas por calles de juguete. Se las quedó mirando un rato, pensando en Niskanen. ¿Qué haría ahora? ¿Seguiría viviendo en la bonita casa que el Estado finlandés le había regalado como premio a su extraordinario mérito deportivo? ¿O le habrían expropiado tras su condena por dopaje? No lograba recordarlo. Recordaba que se había levantado una gran polémica sobre el tema y que también durante el programa se había hablado de ello. Si no se equivocaba, él mismo había exhortado a Niskanen a que abandonara la casa. Le había planteado una serie de preguntas sugestivas y otra serie de preguntas retóricas, y recordaba perfectamente el sudor en la frente de Niskanen. La asistente de maquillaje había tenido que intervenir constantemente para secarle la cara. Sintió un vago impulso de informarse sobre el paradero de Niskanen, de saber qué hacía. Dónde vivía. Cómo vivía.
Se apartó de la cristalera y salió de la habitación. Pasó por el pasillo del despacho común en dirección al ascensor. A derecha e izquierda estaban sentados sus colaboradores ante las pantallas de los ordenadores. Bajó. La cafetería estaba aún prácticamente vacía, como siempre a última hora de la mañana, antes del almuerzo. Cogió un gran café con leche y se sentó a una de las mesas. Dos jóvenes redactoras de las noticias reían a hurtadillas a una cierta distancia. El resto estaba todo en silencio.
Fuera, se veía el parque cubierto de nieve. Observó la limpísima mesa de color claro y se echó algo de azúcar. Bebió. Niskanen. ¿Seguiría esquiando? Atravesando bosques nevados.
Detrás de él cuchicheaban y reían las redactoras y, al cabo de un rato, empezó a preguntarse si se reían de él. Probablemente no. Probablemente lo que intentaban era captar su atención. Se volvió y les sonrió. Sus caras se paralizaron atemorizadas.
Se terminó el café y se levantó. Echó a andar. Pensó en el médico forense. Intentó recordar cómo se llamaba, pero el nombre no le venía a la cabeza. Los policías lo habían mencionado. ¿No había dicho el forense, durante la charla antes del programa, que estaba a punto de ser padre? Sí, seguro que lo había dicho. Le brillaban los ojos y habían hablado un buen rato de niños. Y ahora el mundo se ralentizaba. No se paró, pero iba cada vez más despacio. Vio a lo lejos el ascensor y el parque tras los cristales, el invierno, y sintió un dolor agudo en el estómago, en la espalda.
Kalle, había dicho el médico forense. Su hijo se iba a llamar Kalle y estaba a punto de nacer.
Tuvo la impresión de caerse.
Yacía en el suelo.
El dolor se iba desplazando de una parte a otra de su cuerpo, sobre él colgaba un cielo de cristal.
Flotaba.
Luego vio las caras de las dos redactoras. Eran guapas. Sobre todo una de ellas. De vez en cuando le venían esos pensamientos, que se prohibía inmediatamente. Que lograba reprimir en cuestión de segundos. Era un padre de familia. Un normalísimo padre de familia. Veía las caras de las mujeres sobre él. Estaba tumbado. No comprendía por qué.
Las redactoras parecían querer decir algo, pero escuchó sólo un lejano y sordo eco de sus palabras mientras vadeaba un pantano. Paso a paso. Las mujeres parecían querer hablar con él. Asintió. Asintió para darles a entender que las entendería. Que no tenían nada que temer.
Se alejó de ellas. Oyó nuevas voces, pero no entendió nada. Quería escuchar. Escuchar y comprender, eso era lo que mejor se le daba, pero no lo conseguía. Sobre su cabeza, el cielo azul y los árboles nevados.
Oyó la voz de Tuula. La voz impertinente de Tuula, que soltó un grito. Luego vio su cara. La cara de Tuula y detrás de ella el cielo azul. Tuula dijo algo que no entendió. Asintió.
Pensó en el médico forense y en el hecho de que no lograba acordarse de su nombre, pero sí del de su hijo, Kalle.
Asintió, cerró los ojos y vio a Niskanen.
Niskanen.
Una leyenda viviente.
Un ángel caído.
Tras sus ojos cerrados, vio a Niskanen. Se deslizaba enérgicamente por el bosque nevado, con la cabeza baja, concentrado en la elegancia de sus movimientos, en un invierno que era como una pintura.