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Por la mañana, Sundström ofreció una concurrida rueda de prensa. Tuomas Heinonen, muy pálido, miraba fijamente la pantalla de su ordenador y Petri Grönholm le hizo una pregunta que le resultó irritante:

—¿Quién es ese Ari Pekka Sorajärvi?

Joentaa se lo quedó mirando consternado. Ari Pekka… Los nombres carecen de importancia, recordó vagamente. Grönholm, sujetando una tarjeta en alto, dijo:

—Ari Pekka Sorajärvi. Su carnet de conducir estaba en el suelo, debajo de tu mesa.

—Ah —murmuró Joentaa.

—¿Es algo importante?

—No. Pero gracias de todos modos —dijo Joentaa cogiendo la tarjeta.

Una cara redonda, una mirada segura. Joentaa intentó imaginarse qué aspecto tendría con una escayola en la nariz.

—Nada importante —repitió.

Bajaron al gran salón de actos, en el que se estaba desarrollando la conferencia de prensa. Heinonen ni siquiera reaccionó cuando Grönholm le preguntó si quería bajar él también. No apartó los ojos de la pantalla. Grönholm levantó una ceja y Kimmo Joentaa se preguntó qué eventos deportivos se jugarían tan temprano por la mañana.

Nurmela, el jefe de policía, moderaba la rueda de prensa. La sala estaba llena. La muerte de Laukkanen había despertado en Turku bastante atención; la muerte de Mäkelä, en toda Finlandia, puesto que era, tal y como lo había formulado con gran acierto el compañero de Helsinki, «un famosillo».

También la relación de los hechos con la aparición de ambos en el programa de Hämäläinen había llamado la atención. Un reportero de Ilta Sanomat, un periódico amarillista de gran tirada, preguntó qué significaba esa relación y Sundström contestó, con su típica y desarmante sinceridad, que no tenía la menor idea. Se hizo el silencio entre los periodistas y Sundström añadió:

—Estamos al principio. Suponemos que ambas víctimas, tras su aparición conjunta en televisión, siguieron en contacto y que, a partir de ese contacto, podremos llegar a deducir el motivo de los crímenes, pero por el momento lo ignoramos.

Sundström contestó a las siguientes preguntas tranquilo y con gran profesionalidad. Joentaa pensó en Heinonen y en que nadie hacía la pregunta que comenzaba a tomar forma en su mente. Aunque aún no era capaz de formularla. «Un entierro al revés», había dicho Larissa. Algo que la había molestado. Petri Grönholm y Tuomas Heinonen, sin embargo, habían valorado la entrevista como informativa y entretenida. A Sundström le había dejado frío e indiferente, a Patrik Laukkanen le había hecho feliz y Kai-Petteri Hämäläinen había hablado de buenos invitados.

Sundström se despidió y se bajó de la tarima. Los periodistas se levantaron y pasaron a toda prisa junto a Joentaa para dirigirse a la salida. Algunos parecían muy serios, como si estuvieran ya formulando en palabras sus artículos. Otros reían discretamente. El redactor de Illansanomat comentó bromeando que adónde íbamos a llegar, si ni siquiera un descuartizador y un modelador de cadáveres tenían derecho a la vida.

Subió al despacho. Tuomas Heinonen seguía sentado delante del ordenador. Parecía como si no se hubiera movido ni un ápice desde que Kimmo y Petri Grönholm salieron de la habitación.

—¿Tuomas?

Heinonen apartó los ojos del ordenador.

—¿Todo bien? —le preguntó Joentaa.

—Sí… claro —contestó Heinonen.

Joentaa se quedó un momento dubitativo, apoyado en el quicio de la puerta, y luego cogió un ligero impulso y se acercó a la mesa de Heinonen. Vio en la pantalla el llamativo logo de una empresa de apuestas y debajo una larga lista de resultados. Heinonen tenía a su lado un bloc de notas cuyas páginas estaban llenas de cruces y cifras. Probablemente apuestas combinadas o intentos de sistematización que sólo Heinonen entendía.

—Me gustaría hablar contigo —le dijo Kimmo Joentaa.

Heinonen alzó la vista y sonrió levemente.

—Sobre el juego —aclaró Joentaa.

Heinonen asintió.

—Las cosas son como son. Has perdido. El partido Manchester-Arsenal terminó en empate, así que has perdido. Se acabó.

Heinonen asintió.

—Creo que tienes que terminar con ello tajantemente, y ahora mismo.

—Por supuesto —asintió Heinonen.

—Pero sigues jugando.

—Por supuesto —repitió Heinonen.

Joentaa se quedó un momento callado.

—¿Qué cantidades apuestas? —le preguntó por fin.

—Altas —dijo Heinonen.

—Dijiste que Paulina lo sabe…

Heinonen asintió.

—De manera que te impedirá jugarte todo vuestro dinero —añadió Joentaa.

—Por supuesto.

Se había vuelto de nuevo hacia la pantalla y observaba ahora comparaciones, cuotas y resultados.

—Quiere decir que…

—Paulina ha adoptado las medidas necesarias para que yo no pueda tocar nuestra cuenta común —dijo Heinonen.

—Eso está… bien.

—Yo mismo se lo propuse. Le he otorgado un poder general. Paulina me lo agradeció mucho. Desde entonces, hemos hecho las paces.

Joentaa asintió.

—Eso está…

—Mis padres me dejaron en herencia un piso de tres habitaciones. En Hämeenlinna. Muy bien situado. Lo vendí hace poco. Ya no me queda más que la mitad del dinero, está entre dos libros en mi despacho.

Joentaa no dijo nada. Intentaba pensar en cifras. Tres habitaciones. Hämeenlinna. La mitad evaporada. Heinonen pareció leerle el pensamiento.

—¿Quieres cifras? —le preguntó.

Joentaa esperó.

—73.457 euros.

Joentaa asintió.

—Es la cantidad exacta. Llevo la contabilidad. ¿Te interesa saber que al principio gané? Mi primer partido. Wigan contra Chelsea. Chelsea con el equipo B, porque se trataba sólo de la Copa de Inglaterra y había otros partidos importantes. Combinación a tres con dos vencedores, factor 22. Mil euros se transformaron en 22.400. ¿Entiendes?

Joentaa asintió, aunque no entendía nada.

—Todo empezó muy bien —añadió Heinonen.

Joentaa recordó a Sanna, su sonrisa atormentada cuando él se había jugado el dinero de las vacaciones. La sensación de impotencia, de derrota. Y luego de liberación, porque al final habían comprendido que no era tan importante. Que había cosas más importantes.

Heinonen repasó con la mirada las listas de cifras que tenía anotadas en su cuaderno.

—Tienes que dejarlo —le conminó Joentaa.

—Por supuesto —contestó Heinonen sin levantar la cabeza.