Kai-Petteri Hämäläinen vio a Kai-Petteri Hämäläinen y se sintió algo mejor.
—Acaba de empezar —dijo Irene.
Le dio un beso en la mejilla, se volvió a sentar en el sofá y contempló a su marido en televisión.
—¿Hoy habéis tenido a esa chica, no? —le preguntó.
—Sí. La novia del asesino —dijo Hämäläinen.
Fue al baño, se lavó las manos y se refrescó la cara. Luego volvió al salón y se sentó junto a Irene, pasándole un brazo por encima del hombro.
—¿Qué tal ha ido? —preguntó Irene.
—Bien —dijo Hämäläinen.
En la pantalla se veía a la muchacha con la cabeza baja, intentando describir con palabras lo indescriptible.
Efectivamente, había ido muy bien.
Había logrado reponerse. Había estado un buen rato sentado en su sillón, mirándose al espejo y dejándose llevar por pensamientos difíciles de comprender. Había vuelto a entrar Tuula para decirle que el tiempo apremiaba, que empezaba la grabación y que la muchacha estaba muy callada y parecía insegura. Había asentido, se había levantado y había conversado con ella. Había hablado él, ella le había escuchado. Su voz llenaba la habitación, la muchacha había asentido con cara seria y había recuperado las fuerzas. Cuando empezó la grabación, ya sólo estaba ligeramente mareado y no lograba recordar qué era lo que le había intranquilizado tanto.
«Los señores de la vida y de la muerte», había pensado, mientras la muchacha hablaba de su novio: un escolar modelo, afable y cariñoso que había asesinado a tres personas antes de suicidarse. Había asentido y, tras cada respuesta de la chica, había encontrado una nueva pregunta. Nadaba con ella en un río de palabras. Sus palabras, las de ella. Un río interminable.
La muchacha había estado concentrada, en absoluto insegura. Ahí Tuula se había equivocado. De todos modos, Hämäläinen tendía a dudar de la capacidad de juicio de Tuula. ¿Cómo se le había ocurrido traer al programa dos noches sucesivas a dos mujeres para que hablaran de sus maridos fallecidos? La viuda del rey del tango, la novia del asesino.
Tenía la vista perdida en la televisión y sentía la mano de Irene que le rascaba la nuca. Le producía escalofríos.
Cerró los ojos y escuchó la voz de la muchacha desde la pantalla:
—Nunca le olvidaré —decía—, me acompañará durante toda mi vida.
Y luego su propia voz formulando otra pregunta. Tranquilo, controlado, cálido y comprensivo, pero al mismo tiempo escéptico y admonitorio. «Los señores de la vida y de la muerte», había dicho Tuula. Por algún motivo no lograba sacarse esa frase de la cabeza.
—Lo único que no puedo perdonarle es que nunca hablara conmigo —dijo la muchacha.
Y, luego, otra voz, algo rasposa. El psicólogo, que estaba sentado entre el público y cuyo cometido era aportar algún que otro comentario con una base científica. Luego, oyó otra vez su propia voz, otra pregunta. Una pregunta que se quedó como colgada en el espacio.
—Si lo hubiera sabido, le habría impedido hacerlo. Yo lo habría conseguido —dijo la muchacha.
Un momento de silencio.
—Yo habría logrado impedirlo —repitió.
La mano de Irene en su nuca. Hämäläinen abrió los ojos. Se vio a sí mismo asentir pensativo en la pantalla. Un largo aplauso.
—Bien —dijo Irene en un tono extrañamente sordo.
—¿Qué dices? —le preguntó.
—Bien. Que has estado muy bien hoy —aclaró Irene.
Irene le rascaba la nuca y él se sentía muy cansado.
—¿Cómo están las enanas? —preguntó.
—Bien.
—¿Cuándo se han ido a la cama?
—Tarde. Poco antes de que volvieras.
Asintió.
—Lotta tiene este fin de semana su primera competición con el equipo de esquí de fondo. Estaba muy excitada, y, claro, Minna tampoco tenía ganas de irse a dormir.
Asintió.
—Terrible —dijo ella.
Y él dijo:
—Sigan ustedes con nosotros.
Pero eso era en la pantalla.
Estaban pasando los títulos de crédito. Irene repitió:
—Terrible.
—¿Qué?
—La muchacha. Parecía tan… concentrada. Ambos dabais esa impresión.
Asintió.
—No te he visto nunca tan concentrado como en este programa —dijo ella.
—Gracias.
—No hace ni dos semanas y ya nadie habla de ello. La gente casi ni se acuerda de cuántas personas mató ese chico.
—Tres… —dijo Hämäläinen—, e hirió a otras cinco. Tienes razón, no hemos sido… —se tragó el resto de la frase.
«No hemos sido demasiado actuales», había querido decir. No había sido fácil. Primero habían intentado tentado invitar a los padres del asesino o a familiares de las víctimas y al final, tras muchos esfuerzos inútiles, habían dado con la novia del joven. No del todo actual, pero había estado a la altura de los sucesos. La muchacha había sido una buena invitada.
Irene le rascaba la nuca, la espalda. Las niñas dormían.
—Esperemos que la muchacha consiga dejar atrás todo esto y seguir viviendo —dijo Irene.