25

La casa blanca en la oscuridad. El manzano envuelto en nieve. Aparcó el coche y anduvo los pocos pasos hasta la puerta. Abrió y se quedó quieto en el silencio. Sobre la mesa del salón estaba la nota. Junto a ella el lápiz. Miró la nota y leyó las palabras que había escrito por la mañana. Se preguntó si Larissa las habría leído. Volvió la cabeza y vio la puerta cerrada del dormitorio. Se imaginó a Larissa detrás de la puerta, tumbada en la cama. Se habría quedado dormida y ya no se despertaría. No encontraba el camino de vuelta a la superficie. Esa imagen se fue apoderando de él mientras se acercaba con grandes zancadas a la puerta. La abrió de golpe. La habitación estaba vacía. La cama estaba hecha. La colcha y los cojines estaban colocados con la misma precisión que en una habitación de hotel recién hecha.

Joentaa cerró la puerta y se quedó un momento sin saber qué hacer. El pequeño árbol de Navidad no era más que una silueta en la oscuridad. Se puso en marcha y salió al frío para coger del coche el DVD. La nieve crujió bajo sus zapatos. Después, se sentó delante de las imágenes temblorosas de la pantalla. Patrik Laukkanen reía. Un público invisible le aplaudía. Leena Jauhiainen yacía despierta. El bebé dormía. Hämäläinen levantaba una sábana azul y descubría un rostro herido.

—Un entierro al revés.

Se volvió.

—Eso fue lo que me molestó. Ahora lo recuerdo perfectamente —dijo Larissa.

Dejó caer su chaqueta blanca en el suelo y se le acercó.

—No… no te he oído llegar —dijo él.

Se sentó a su lado y se lo quedó mirando. Él desvió la mirada, contempló las trémulas imágenes de la pantalla y sintió los ojos de ella clavados en él.

—¿Qué quieres decir? —le preguntó.

Ella no contestó.

—¿Qué quieres decir con eso de un…?

—Entierro al revés. En vez de duelo, hay risas; los muertos no se entierran, sino que se descubren —dijo ella.

Joentaa contempló su rostro triste y serio.

La mirada de ella estaba anclada en sus ojos.

Asintió. Esperó. La mano de ella salió disparada, notó un dolor agudo en la mejilla y se sintió caer. Ella estaba encima de él. Sus labios contra su cuello. Se movía lenta y rítmicamente. Él cerró los ojos y se dejó llevar. Ella le hablaba con una voz que no parecía la suya. Al fondo se oían las risas del público. Se imaginó que duraría para siempre. Caer. Desplomarse durante una eternidad. Les oyó reír en la lejanía. Contra su cara, una tela fresca y suave.

—Perdona —dijo ella.

—¿Mmm?

—Estás sangrando. Te he arañado demasiado fuerte.

—Mmm.

—Te lo limpio. ¿Tienes algo para desinfectar?

—Mmm…

—Da igual. Me voy a dar una ducha. Sujeta.

Él cogió la toalla que le tendía.

—Apriétala contra la herida. No es más que un arañazo, no es tan grave como parece.

Él asintió y se la quedó mirando mientras iba hacia el cuarto de baño. Estaba tirado en el suelo, junto al sofá. El ruido de la ducha. Agua. Un público invisible. Cogió el mando a distancia y quitó el sonido. Sintió el sabor de la sangre en la comisura de los labios.

—Tengo que preguntarte una cosa —le dijo cuando volvió.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó ella.

—Sí. ¿Por qué?

—Estás tirado en el suelo y la toalla que te sujetas contra la cara se está tiñendo de rojo.

—No es para tanto.

Ella se sentó con las piernas cruzadas frente a él.

—Quiero preguntarte una cosa —repitió Kimmo.

—Vale.

—¿Qué es lo más bonito que has vivido en tu vida?

Se quedó callada.

—¿Te resulta difícil encontrar una respuesta? —le preguntó.

—No —contestó ella.

—¿Entonces?

—Te mentiría.

—¿Ah, sí?

—Sí.

Él se incorporó y buscó sus ojos con la mirada.

—Pues adelante —dijo Kimmo.

—¿Qué?

—Quiero oír tus mentiras.

Ella volvió a enmudecer.

—¿Cuántos años tienes? ¿Cómo te llamas?

—Veintidós. Larissa.

—Quisiera…

—Con lo de la edad hacemos siempre algo de trampa, pero nunca más de tres años —dijo ella.

Entonces se levantó.

—No vengas antes de que la herida haya parado de sangrar, por favor. Acabo de cambiar las sábanas —dijo ella abriendo y cerrando tras de sí la puerta del dormitorio sin hacer ningún ruido.