La sala de reuniones era oscura y más pequeña que la de Turku. Se repartieron las tareas. Se aclararon las competencias. Se designó a los agentes que garantizarían el flujo de información entre Turku y Helsinki. Dos ciudades, una investigación, un doble asesinato. Sundström y Westerberg acordaron hablar por teléfono dos veces al día, a un horario preestablecido, para intercambiarse los resultados de las respectivas pesquisas.
Un forense les comunicó que un primer análisis podía, probablemente, aclarar el tipo de arma utilizada.
«Probablemente», tipo, pensó Joentaa.
—Como saben, hay características de los márgenes de las heridas que nos permiten deducir la tipología del arma utilizada, pero no se trata de una ciencia de alta precisión —dijo el forense.
—Para empezar, nos basta con la probabilidad —comentó Sundström.
—Una hoja pequeña, pero muy afilada —especificó el forense—. Presumiblemente, un cuchillo común, es decir, uno de los que circulan en grandes cantidades en el mercado.
Sundström y Westerberg asintieron.
Joentaa escuchaba poco de lo que se estaba diciendo. Pensaba en Sanna, en el rostro de Sanna. La vida se había ido tras aquel rostro. Los gestos profesionales de compasión de la enfermera. La vuelta a casa. El pantalán, el lago a oscuras. El frío del agua en sus piernas en el momento en que, por fin, el dolor se había apoderado de él.
Uno de los investigadores de Helsinki habló de Harri Mäkelä. Su voz sonaba nerviosa, tenía unos altibajos poco naturales. Mäkelä era el mejor. Había realizado maniquíes no sólo para producciones finlandesas, sino también para películas americanas. Había hecho, incluso, la réplica de un actor premiado con un Oscar que, en una película, tenía que luchar contra un robot igual que él. Joentaa se preguntaba de dónde habría salido semejante idea para una película, y el agente, entretanto, decía:
—… presencia en los medios. Desde hace poco tiempo, también es autor de libros. Una especie de… personaje… un famosillo, por lo menos aquí, en Helsinki.
La sala estaba sumida en el silencio.
—Bueno… —dijo Sundström.
—No sabemos mucho más —se disculpó el agente.
Luego atravesaron los pasillos y salieron a la nieve. Fueron a la emisora de televisión que producía, con gran éxito, el programa de Kai-Petteri Hämäläinen. Un edificio grande y alto, rodeado de un extenso parque, en el que predominaba el cristal. Mientras se acercaban, Joentaa observó a las pequeñas figuras que se movían tras las cristaleras y se preguntó si los dueños de la emisora habrían decidido conscientemente exhibir a sus empleados en esa especie de pantalla gigante.
Los ujieres se irguieron cuando Westerberg les enseñó su placa, y la redactora de la tertulia de Hämäläinen les recibió en el duodécimo piso de muy buen humor. Kai-Petteri Hämäläinen entró en la sala poco después. Llevaba una chaqueta negra y unos vaqueros, su vestimenta reflejaba la estudiada mezcla de seriedad y cercanía al pueblo que, seguramente, era parte de la fórmula de su éxito. Joentaa contempló la cara más conocida de la televisión finlandesa y se preguntó qué era lo que le resultaba tan irritante.
—Hola —dijo Hämäläinen, dándole la mano a Sundström, Westerberg y Joentaa.
Luego se sentó, cruzó las piernas y se los quedó mirando amistosa e inquisitivamente.
«Hämäläinen en el papel de Hämäläinen», pensaba Joentaa mientras el rostro de Hämäläinen se iba oscureciendo, poco a poco, al enterarse por Westerberg del motivo de su visita. Harri Mäkelä encontrado muerto delante de su casa.
—Pero es… terrible —dijo Hämäläinen.
—Y aún falta lo peor —añadió Sundström.
Hämäläinen se volvió hacia él, expectante.
—Patrik Laukkanen.
Hämäläinen frunció el ceño y pareció reflexionar.
—¿No es…? Ese es el médico forense que participó junto a Harri Mäkelä en el…
—Exacto —dijo Sundström.
Hämäläinen quedó a la espera.
—También a Laukkanen lo han encontrado muerto —le informó Sundström.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó la redactora de Hämäläinen.
—Es… terrible —apostilló Hämäläinen, dando por primera vez señales de verdadera preocupación.
—La única relación que hemos logrado establecer hasta ahora entre ambos es su tertulia. Su participación conjunta en el programa —dijo Sundström.
Hämäläinen se quedó callado unos instantes.
—Entiendo —dijo al fin.
—Según nuestras informaciones, Laukkanen y Mäkelä se conocieron en su programa. ¿Podría haber algo, en su opinión, que les uniese más allá de su participación en el programa?
Hämäläinen agitó la cabeza circunspecto, aparentemente perdido en sus pensamientos.
—¿Nada que se le haya quedado grabado en la memoria?
—Fue un buen programa, una buena conversación, tuvimos buenas… —calló.
«Tuvimos buenas cuotas de audiencia», conjeturó Joentaa.
—Tuvimos una buena conversación, los dos eran simpáticos y supieron transmitirlo. Buenos invitados —retomó Hämäläinen.
Sundström asintió.
—Hay algo que hemos discutido en nuestro equipo y que… nos gustaría proponerle… —intervino Westerberg ampulosamente y muy, muy cansado.
—¿De qué se trata? —preguntó la redactora de Hämäläinen al ver que el silencio se prolongaba.
Kai-Petteri Hämäläinen contemplaba fijamente las cristaleras que les rodeaban.
—¿Está usted… cuenta usted con personal de protección? —preguntó Westerberg.
Hämäläinen no parecía entender adónde quería llegar.
—¿Está usted bajo protección? ¿Guardaespaldas…? —precisó Westerberg.
—No. No soy ningún… Yo vivo una vida de lo más normal.
Westerberg asintió y Joentaa recordó una entrevista con Hämäläinen que había visto semanas atrás y que giró prácticamente todo el tiempo alrededor de esa misma frase. Una vida de lo más normal, una estrella al alcance de la mano. Si no recordaba mal, Hämäläinen era padre de dos hijas. Gemelas. Como Tuomas Heinonen.
—¿Por qué lo pregunta? —dijo la redactora—, ¿opina usted que Kai-Petteri…?
—Para ser sinceros, en estos momentos los acontecimientos nos están desbordando —explicó Sundström—. Puede suceder, a veces no logramos comprender. Nos limitamos a tomar nota de lo ocurrido.
Estaban todos callados cuando, repentinamente, Hämäläinen dijo:
—Ni hablar.
—¿Perdón? —dijo Sundström.
—Ni hablar. Siento mucho lo que ha pasado, pero no conozco personalmente ni a Harri Mäkelä ni al médico forense. Los he visto una sola vez, durante la entrevista. No puedo aportar nada y, por supuesto, no necesito protección policial, ni nada parecido. Les ruego ahora que me disculpen.
Les dio la mano a Sundström, Westerberg y Joentaa, le hizo un gesto con la cabeza a su redactora y abandonó la sala.
—Ha ido todo muy deprisa —dijo Westerberg despacio.
La redactora les acompañó por los pasillos de la caja de cristal, ahora iluminados, hasta el ascensor, y, justo cuando se cerraban las puertas automáticas, dijo una vez más que estaba consternada. Los porteros se enderezaron de nuevo, y el gran parque se extendía, como una pintura, en la penumbra de la tarde y los remolinos de nieve.
En el coche, iban callados y Kimmo Joentaa pensaba en que Kai-Petteri Hämäläinen había desempeñado su papel. Un papel que tenía que interpretar todo el día: el de un hombre que era verdadero en la pantalla y una copia en la realidad.
El cómico triste imita las voces, el presentador se imita a sí mismo.
Joentaa cerró los ojos, intentando concentrarse en algún pensamiento lejano. Al final no pudo hacer más que reírse de lo peregrino de sus ideas. Se rio a carcajadas mientras pensaba que tenía que llamar a Larissa.
—Kimmo se ríe —dijo Sundström.
Westerberg se limitó a asentir, probablemente porque no había entendido la gracia, ni tenía ningún interés por entenderla.