Joentaa se fue a Helsinki con Sundström. Las carreteras eran anchas y estaban vacías, el sol de invierno se fue cubriendo de nubes y empezó a nevar.
Sentados en la oficina de Westerberg, intercambiaban informaciones. A Kimmo no le abandonaba la imagen de Laukkanen llevándose el vaso de agua a la boca sin dejar de reír.
Sundström no había exagerado. Marko Westerberg daba efectivamente la impresión de estar muy cansado mientras les ponía al corriente del estado de las pesquisas.
Fueron a la casa donde había vivido Mäkelä y ante cuya puerta había muerto. Una casa de madera azul cielo inusitadamente ancha. Policías vestidos con monos blancos intentaban asegurar las huellas. Vecinos y curiosos se agolpaban tras los precintos amarillos. En el sofá del salón estaba sentado un hombre joven y muy delgado. Mantenía la cabeza baja y los ojos cerrados.
—¿Señor Vaasara? —dijo Westerberg, con su voz triste que parecía ralentizar las palabras.
El hombre alzó la vista.
—Estos son colegas de Turku, Paavo Sundström y Kimmo Joentaa.
El hombre asintió.
—Nuutti Vaasara —dijo Westerberg—, es él… vivía aquí con Harri Mäkelä y… también trabajaban juntos.
Westerberg sonaba especialmente cansado mientras lo decía.
El hombre asintió, Joentaa y Sundström también.
—Me gustaría saber algo más sobre su trabajo —dijo Joentaa.
El hombre joven se lo quedó mirando durante un rato y Joentaa no estaba seguro de si lo había entendido. Iba a repetir su petición, cuando Vaasara dijo:
—El taller está en la parte de atrás de la casa.
—¿Podría echarle un vistazo al estudio? —preguntó Joentaa.
—Claro —afirmó Vaasara levantándose.
Era muy alto y se movía con movimientos fluidos y acompasados. Joentaa, Sundström y Westerberg le siguieron a través de un largo pasillo y entraron en un mundo que nada tenía que ver con el elegante y acogedor salón. Vaasara había abierto la puerta y le cedió el paso a Joentaa. Sobre la larga mesa de madera maciza que estaba en el centro del taller, había botes, aerosoles y cubos con colores. Joentaa se dirigió a la mesa y vio con el rabillo del ojo personas sentadas contra la pared. Con las cabezas colgando. Un payaso rojo y amarillo destacaba especialmente sobre el blanco que dominaba en todo el espacio. El payaso tenía un cadáver en el regazo.
«El cómico cuenta cosas serias sobre su vida», pensó Joentaa.
Joentaa se había quedado parado, y Vaasara dijo:
—Este es… nuestro taller.
Joentaa asintió, saliendo de su inmovilidad, y se dirigió hacia la mesa. Observó los botes.
—Silicona, látex y otros materiales sintéticos —dijo Vaasara—. Son las materias primas de nuestra producción.
Joentaa asintió. Seguía viendo con el rabillo del ojo los muñecos de la pared y sentía pinchazos en el pecho. En el pecho y en la frente. Sentía cómo una idea iba tomando forma.
—Yo ayudo, Harri es el artista —dijo Vaasara.
Joentaa asintió. «Ni por asomo», había dicho Sundström, que ahora se había acercado también a la mesa y le estaba haciendo a Vaasara preguntas que no podía oír, porque en su cabeza iba tomando cuerpo una idea que aún no lograba formular. Westerberg se había quedado, con su aspecto triste, en el umbral de la puerta.
—¿Todo bien? —le preguntó Sundström.
Las palabras le alcanzaron como en oleadas.
—Sí, claro —contestó Joentaa.
El pensamiento era Sanna. El momento en que la enfermera había encendido la luz. Una luz amarilla y deslumbrante, como la de aquella habitación. Las mismas paredes blancas. Había mirado el rostro de Sanna sin llegar a comprender lo que veía. Sin comprender. Ni siquiera hoy. Se fue.
—¿Kimmo? —le oyó decir a Sundström.
La palabra le llegó como una ola. Kimmo, Kimmo, Kimmo.
«Kimmo», había contestado cuando Sanna le había preguntado quién era y cómo se llamaba. Cuando ya no le reconocía, cuando ya se le había escapado el mundo en el que habían vivido juntos, y uno nuevo, que él no comprendía, lo había sustituido. Que si la podía ver montando a caballo, le había preguntado; él había asentido y Sanna había sonreído por última vez.
Atravesó el pasillo de vuelta al salón. Hacía calor. Se sentó en el sofá en el que antes estaba sentado Vaasara. Se quedó con la cabeza baja, como Vaasara cuando habían llegado.
—¿Todo bien, Kimmo? —preguntó Sundström a sus espaldas.
—Enseguida —respondió Joentaa.
Cerró los ojos e intentó concentrarse en respirar regularmente.
—Es… son sólo muñecos… —dijo Vaasara.
Sundström se rio brevemente.
—Gracias. No nos habíamos dado cuenta —dijo Westerberg, cansado, apoyado en el quicio de la puerta.