Patrik Laukkanen reía. Joentaa pensó que nunca le había visto tan feliz e intentó concentrarse en las palabras que se estaban diciendo, pero le costaba trabajo, porque no hacía más que mirar a Laukkanen reírse. Luego la imagen desapareció.
Harri Mäkelä explicó cómo confeccionaba cadáveres a partir de una masa informe; Hämäläinen, el presentador, asentía y hacía de vez en cuando una pregunta, y Patrik Laukkanen reía. Reía y reía, y explicaba algo, alabó el muñeco de Mäkelä, porque en su configuración había prestado atención a no sé qué detalle anatómico. Luego volvió a reír, Mäkelä le dio la razón y Hämäläinen torció la cara. El público aplaudió y entró en escena un cómico que tenía un tic nervioso y empezó a imitar voces famosas.
Sundström bajó el volumen. Las imágenes siguieron reverberando en silencio. Estaban todos callados. Sundström y Heinonen, en sendas sillas delante de la televisión. Petri Grönholm, en el borde de la mesa alargada que presidía la sala de reuniones. Joentaa, de rodillas delante de la pantalla. Había puesto el DVD y se había quedado allí, sin moverse, a partir del momento en que Hämäläinen había llamado a escena a Patrik Laukkanen y Harri Mäkelä, hacia el lugar donde se encontraban los muñecos, tumbados en unas camillas y tapados con unas telas azules.
—Bien —dijo Sundström al cabo de un rato.
El cómico seguía con su tic y parecía ahora muy concentrado. Daba la impresión de estar hablando de algo muy serio. Hämäläinen asentía de cuando en cuando y le devolvía una mirada también seria.
«El cómico está triste y la muerte es una broma», pensó Joentaa vagamente.
—¿Nos lleva esto a alguna parte? —preguntó Sundström rompiendo el silencio.
Nadie contestó. Tuomas Heinonen estaba pálido y no quitaba los ojos de la pantalla. Empate a tres, pensó Joentaa.
—Patrik estuvo bien —dijo Grönholm—, es lo único que se me ocurre.
Sundström asintió.
—Estuvo realmente bien —matizó Grönholm—. Lo que dijo era fundado e interesante. Y divertido.
Sundström asintió.
—Siempre pensé que Patrik carecía de humor —añadió Grönholm.
—Pues ya ves —dijo Sundström.
—Y el modelador de muñecos era un gilipollas —espetó Heinonen.
Todos se volvieron hacia él.
—Perdón —dijo Heinonen—, pero me han sacado de quicio los aires que se daba, sólo porque fabricaba esos cadáveres para la televisión.
La cabeza del cómico dio un respingo y Joentaa se preguntó si eso era parte de su papel o de la realidad. A lo mejor ambas cosas. A lo mejor había entrado tanto en su papel que al final la ilusión y la realidad se habían confundido. Con sus respingos, el cómico contaba cosas serias sobre su vida.
«Cadáveres para la televisión», pensó Joentaa. Y también en lo que le había dicho Larissa.
También Patrik Laukkanen y Harri Mäkelä seguían sentados en el plató. Mäkelä no prestaba demasiada atención a lo que decía el cómico, miraba al suelo y parecía estar perdido en sus pensamientos. Cambiaba de expresión sólo cuando creía tener la cámara enfocándole. Patrik Laukkanen, sin embargo, parecía escuchar atentamente lo que decía el cómico. El presentador, Hämäläinen, estaba sentado muy derecho detrás de su mesa, con el cuerpo ligeramente girado hacia su interlocutor, y con una expresión en la cara que parecía querer decir que lo entendía todo. Daba igual de qué se tratara.
«Hämäläinen», pensó Joentaa.
Ilusión y realidad.
—Quiero verlo otra vez —dijo Joentaa.
—¿Cómo? —preguntó Sundström.
—No ahora. Pero me llevo el DVD, si no tenéis nada en contra.
—No hay problema —concedió Sundström.
—Y tenemos que pensar en Hämäläinen.
—¿Hämäläinen?
—Eran tres personas las que participaron en esa tertulia, y dos de ellas han muerto. El tercero es Hämäläinen.
Sundström permaneció un rato callado.
—Entiendo lo que quieres decir. El problema es que me resulta impensable imaginar un móvil del crimen a partir de esa conversación durante la tertulia. Simplemente no funciona. A menos que partamos del presupuesto de alguien que mata a la gente porque aparece en televisión.
—En ese caso, tendríamos que proteger a muchas personas —intervino Grönholm.
—Era una broma, Petri. Ironía —aclaró Sundström.
«Ironía», pensó Joentaa.
—Hablaremos con Hämäläinen, por supuesto —dijo Sundström—. Ya he acordado con los colegas de Helsinki que estaremos presentes en la conversación. Pero protección policial… de momento me parece demasiado traído por los pelos.
Joentaa asintió.
—Lo importante es que logremos entender lo antes posible qué es lo que está pasando —dijo Sundström.
En la pantalla, el cómico seguía contando cosas serias sobre su vida.
Los muertos que yacían bajo las sábanas azules nunca habían estado vivos.
Y Patrik Laukkanen, que ya no vivía, se llevaba a los labios un vaso de agua.