Cuando Joentaa volvió, la casa estaba a oscuras. Abrió la puerta y se quedó parado un momento en el umbral.
—¿Larissa? —llamó en voz baja.
Ninguna respuesta. Fue al salón, se dejó caer en el sofá y observó un buen rato el pequeño árbol de Navidad. Intentaba concentrarse en Patrik Laukkanen. En alguna conjetura sobre el móvil del crimen. Así lo había formulado Sundström. Se había puesto en marcha una investigación, había una reconstrucción plausible del crimen con todo tipo de huellas válidas, pero faltaba precisamente lo que en casi todos los casos sale a relucir, al menos como posibilidad, casi desde el principio: no había ningún indicio de cuál había podido ser el móvil del asesino.
Joentaa seguía con la mirada perdida en la pantalla de la televisión, en la que se reflejaba su silueta, cuando escuchó un leve chirrido. Sintió una fría corriente de aire al abrirse la puerta. Permaneció sentado sin moverse, aguantando la respiración. En la cocina se oyó la puerta de la nevera. El tintineo de un vaso. El ruido del agua. Al cabo de un rato, una respiración. Una persona. En su casa. Esperó.
—Hola, Kimmo —dijo Larissa.
Se volvió y la vio en el quicio de la puerta. Su voz parecía otra. Extraña y familiar.
—Hola… —dijo Kimmo.
—Estoy muy cansada, creo que me voy a ir a la cama enseguida.
—Claro.
Se quitó la chaqueta, se sentó en el brazo del sillón y se lo quedó mirando.
—¿Todo bien? —preguntó él.
Ella asintió, se levantó y se desnudó. Fue poniendo la ropa cuidadosamente doblada a su lado, en el sofá.
—Qué bien… —dijo Joentaa.
Ella lo miró inquisitivamente.
—Qué bien que estés aquí.
Lo miró a los ojos, pero no pudo descifrar su mirada.
—Que duermas bien, Kimmo —dijo.
Se fue al dormitorio y cerró la puerta sin volverse ni siquiera una vez.