Por la mañana, cuando Kimmo Joentaa se despertó, Larissa ya se había levantado. Oyó correr el agua de la ducha. Al cabo de un rato, apareció y dijo que hoy iba a trabajar. Él siguió en la cama, reflexionando todavía medio dormido sobre el significado de lo que ella acababa de decir.
—Quieres decir que… —dijo él mientras ella buscaba su ropa.
—Trabajar. Hacer mi trabajo. El último día de las fiestas los clientes empiezan a moverse otra vez.
Joentaa asintió.
—¿Te parece bien que pase por aquí a última hora? —preguntó ella.
Joentaa se la quedó mirando y luego asintió una vez más. Mientras ella se vestía, intentó formular en palabras un pensamiento. Algo que habría querido preguntarle.
—Hasta luego —dijo ella, y se marchó.
Seguía inmóvil, sentado en la cama, cuando se cerró la puerta de la calle.
Fue en coche hasta Turku. Llegaba tarde. La oscuridad daba paso lentamente a otro día de postal. El sol colándose por entre las ramas y la nieve recién caída que parecía algodón de azúcar. La carretera era ancha y estaba desierta.
Giró a la izquierda para tomar la estrecha calle que llevaba hasta el edificio de la policía y pasó por delante de la construcción baja y alargada sobre la que se ubicaba la clínica de urgencias, y donde se hallaba el Departamento de Medicina Judicial. Redujo la velocidad y creyó ver, a través de los ventanales, la silueta de Salomon Hietalahti. Salomon estaba hablando con una compañera, y Patrik Laukkanen, que hasta hacía dos días había sido el director de ese instituto, se había transformado en uno de los casos que había que resolver. Se preguntó quién llevaría a cabo la autopsia y pensó vagamente en lo que le había contado Larissa sobre la tertulia de Hämäläinen. Siguió adelante.
Cuando entró en la oficina, Tuomas Heinonen y Petri Grönholm estaban ya delante del ordenador. Si se habían sorprendido de que, contra su costumbre, Joentaa no estuviera ya en la oficina cuando llegaron, no lo demostraron. Sundström salió de su despacho.
—Kimmo, llegas tarde —dijo—. Si no te conociera tan bien, diría que hay una nueva mujer en tu vida.
—Hola —dijo Joentaa.
Heinonen y Grönholm murmuraron un saludo. Kimmo pensó en Tuomas Heinonen, sentado en su casa y con su mirada incrédula, la otra noche, cuando Larissa se presentó en la puerta. Se volvió hacia él y captó una mirada difícil de interpretar. Le parecía percibir una leve sonrisa. Ya la otra noche tuvo la impresión de que Heinonen se alegraba por él de esa «nueva mujer en su vida». Aunque, seguramente, le había parecido muy extraño. O tal vez, dados los problemas que él mismo tenía, no había prestado demasiada atención a los detalles.
Joentaa le devolvió la sonrisa y pensó en el Boxing Day del fútbol inglés, y, de nuevo, en Patrik Laukkanen y en Salomon Hietalahti, que, probablemente y a pesar de todo, se encargaría de llevar a cabo la autopsia. Se sentó a su mesa y encendió el ordenador. Buscó de nuevo la mirada de Heinonen, pero este había bajado la cabeza y miraba fijamente su pantalla.
—A las dos y media nos vemos en la sala de reuniones —dijo Sundström—. A esa hora estarán también todos los demás agentes que van a participar en el caso. Para entonces, quiero todo lo que haya de sustancial sobre la vida privada de Laukkanen. ¿De acuerdo?
Todos asintieron.
—Kimmo, quiero que vayas a ver otra vez a Leena Jauhiainen. La he llamado por teléfono, parece que se encuentra algo mejor. Ha confeccionado una lista con todos los contactos de Patrik, ya la hemos recibido.
Joentaa asintió. Contactos privados. Contactos profesionales. ¿Qué es lo que le gustaba? ¿Qué le atemorizaba? ¿Qué le había salido bien, qué le había dado problemas? ¿Quién le apreciaba, quién le odiaba? Cosas, todas ellas, que carecían por completo de relevancia cuando Laukkanen aún vivía.
Sundström les pasó a todos una copia de la lista. Un documento bien trabajado. Nombres y datos de contacto. Joentaa se imaginó a Leena sentada frente al ordenador, escribiendo. Mientras el bebé dormía y la vida se desmoronaba.
—Ya está todo repartido. Hoy a mediodía cada uno debería tener las informaciones oportunas sobre cada una de las personas que le han sido asignadas —dijo Sundström.
—Bien —dijo Petri Grönholm.
—No estaría mal, para empezar, tener alguna conjetura sobre cuál podría haber sido el motivo del asesinato —completó Sundström.
Joentaa volvió a recordar la conversación que había mantenido con Larissa por la noche.
—¿Fue Patrik el que participó hace poco en la tertulia de Hämäläinen?
Sundström no parecía entender a qué se refería.
—Sí —dijo Grönholm—, fue una intervención bastante buena.
Heinonen asintió.
—¿Es importante?
—Probablemente no. Pero… alguien me ha preguntado y no sabía si había sido Patrik u otro colaborador del Instituto Forense.
—¿Seríais tan amables de informarme de qué se trata? —dijo Sundström.
—Patrik Laukkanen estuvo en la tertulia de Hämäläinen. Una buena intervención, el público se rio un montón de veces —explicó Heinonen.
—Pues yo ni me enteré —afirmó Sundström.
—Lo hizo fenomenal, de veras. Estuvo sorprendentemente rápido y divertido —añadió Grönholm.
—Ajá… —comentó Sundström.
—Probablemente carece de importancia —dijo Joentaa.
Condujo hacia las afueras, hasta el bonito barrio residencial de Klosterberg, a la casa color naranja en la que había vivido Patrik Laukkanen. Se sentó en el salón frente a Leena Jauhiainen, que tenía al bebé en brazos y le explicaba que las pastillas habían sido una gran ayuda.
—Al principio, sentí cansancio; luego empecé a sentirme muy ligera. Es sorprendente el efecto que pueden tener esas pequeñas cosas redondas —dijo.
Joentaa asintió.
—Espero que surtan un efecto prolongado. Tengo que tomarlas con mucha precaución porque aún estoy dando el pecho.
Estuvieron un rato callados. Luego Joentaa empezó a hacerle preguntas. Mientras contestaba, Leena parecía concentrada y, al mismo tiempo, ausente. Con sus palabras, iba cobrando forma, poco a poco, un Patrik Laukkanen desconocido. Un Laukkanen que era gran amante de la música clásica y, además, un apasionado bailarín. Campeón de Finlandia de bailes clásicos en 1989.
—Nos conocimos bailando, en uno de los campeonatos. Al principio pensé que era… bueno… de la acera de enfrente. Es bastante frecuente en los círculos de ese deporte. Afortunadamente, me equivoqué.
Joentaa asentía.
—Y cómo me equivoqué —afirmó, con una breve sonrisa. El bebé se echó a llorar. Leena empezó a darle el pecho y Kimmo Joentaa pensó en el Laukkanen que él había conocido, el Laukkanen eficaz, que hablaba deprisa y con gran concisión y que parecía no tener tiempo para dedicarle atención a otra cosa que no fuera la muerte. Y luego, durante las autopsias, emanaba una serenidad y una calma que a Joentaa casi le atemorizaban.
Cuando se marchó, el bebé se había dormido y Leena se lo quedó mirando desde la puerta. El mundo al otro lado del parabrisas era blanco y soleado, y la reunión en la sala grande estuvo desde el comienzo marcada por los principios de Sundström de «mayor efectividad y claridad posibles», lo cual estaba en abierta contradicción con el hecho de que no tenían ni por asomo una explicación para la muerte de Patrik Laukkanen. Estaban presentes doce investigadores y ocho agentes de policía, que habían sido incorporados, de momento, para la fase inicial.
Cuando Joentaa, durante su presentación, mencionó que Patrik Laukkanen había sido un bailarín, la mayor parte de los presentes rompió a reír. Y cuando, con la esperanza de amainar las risas, añadió que había ganado el campeonato de Finlandia, estas se transformaron en carcajadas, que se apagaron de repente al recordar que se estaban riendo de un colega recién fallecido.
Hacia las tres y media, Sundström propuso una pausa y Heinonen, que estaba sentado junto a Joentaa, salió escopetado de la sala de reuniones, como si no hubiera estado esperando otra cosa.
—¿Todo bien? —le preguntó Joentaa cuando volvió.
—Sí, sí. Tienen dos horas de adelanto, empiezan ya mismo.
Joentaa se le quedó mirando.
—Los partidos. Boxing Day. Está a punto de comenzar —dijo Heinonen, mirando otra vez el reloj.
Joentaa siguió su mirada. Las 13:37. Tuomas Heinonen había cambiado su reloj a la hora local británica.
—Deséame suerte —le susurró mientras entraban otra vez en la sala de reuniones.
Su mirada parecía ausente, fija en un punto muy lejano, como la de Leena Jauhiainen por la mañana en la casa de color naranja.
—¿Por quién has apostado? —le preguntó Joentaa.
Heinonen hojeaba sin ton ni son sus apuntes y pareció no oírlo.
—¿Tuomas…?
—¿Qué? Perdona…
—¿Por quién has apostado? ¿Cómo te voy a desear suerte si ni siquiera sé a qué equipo jalear?
—Manchester United. Victoria fuera de casa —dijo Heinonen.
Joentaa asintió y Heinonen se lo quedó mirando.
—Deséame suerte —repitió.
Joentaa sintió la tentación de hacerle a Heinonen la pregunta que le rondaba por la cabeza: cuánto había apostado en ese partido.
Sundström carraspeó y le pidió a Kari Niemi que presentara lo que el departamento de huellas había podido averiguar hasta el momento. Por primera vez durante ese día, aumentó un poco la moral de los presentes, cuando Kari Niemi les comunicó que el número de huellas encontradas era sorprendentemente alto.
—Hemos encontrado prácticamente todo lo que uno puede encontrar. Restos de tejido ajeno en la ropa de la… en la ropa de Patrik. Los niños que lo encontraron contaminaron bastante el lugar de los hechos; pero, de todo lo que hemos conseguido analizar hasta ahora, podemos deducir que Patrik no fue atacado por la espalda, como habíamos conjeturado al principio, sino de frente. Y parece que no intentó defenderse hasta el último momento.
Kari Niemi le echó un vistazo a sus notas y, en medio del tenso silencio que se había creado, Paavo Sundström preguntó:
—¿Estás seguro?
—Una reconstrucción de los hechos de este tipo es siempre pura especulación, pero nuestras suposiciones coinciden con la primera valoración de Salomon Hietalahti tras haber analizado el ángulo de entrada del arma. Y lo que podemos saber seguro, pese a la contaminación, es que la lucha entre el agresor y la víctima se desarrolló en un espacio mínimo. No hay ninguna prueba de que Patrik intentara cambiar de dirección, esquivarle. En un principio, no debió provocarle ninguna sospecha.
Sundström asintió repetidamente.
—Gracias. Muy interesante —intervino al fin.
—Hasta aquí hemos llegado, por ahora —dijo Niemi—. El problema es que la valoración de los elementos más sustanciales de las huellas que hemos encontrado podremos hacerla sólo cuando las comparemos con las ropas y otros efectos personales de un sospechoso. De momento, no nos ayudan demasiado. Y, repito, en el lugar de los hechos estuvieron los niños, que se acercaron bastante al cadáver de Patrik antes de que, minutos más tarde, llegara la mujer que nos avisó. Tenemos, pues, que separar las huellas que dejaron los niños de las que son relevantes para el caso antes de poder obtener un cuadro más completo.
—Claro —afirmó Sundström—. Gracias de todos modos, algo es algo.
Poco después se disolvió la reunión. Sundström repartió tareas para el resto del día, y Joentaa llamó desde su despacho a Salomon Hietalahti, cuya voz sonaba muy lejana. Le habló de parámetros, de la trayectoria de la herida y de la resistencia que la ropa, la piel y la estructura ósea habían opuesto al instrumento del crimen.
—Ya sabes que no podemos juzgar nunca con precisión absoluta. Sin embargo, ha ido tomando cuerpo una impresión: se trata de… saña.
Joentaa esperó a que Hietalahti le explicara con más detalle lo que acababa de afirmar, pero este no añadió nada más.
—¿Qué quieres decir? —preguntó entonces.
—Parece tratarse de un agresor rabioso. Se trata de puñaladas al azar repartidas por todo el tronco. Algunas superficiales, otras, sin embargo, muy profundas. Da la impresión de que el móvil no era… premeditado, sino más bien… eso… un ataque de cólera, ¿entiendes?
—Sí… muchas gracias, podría sernos de ayuda.
—¿Tú crees?
—Sí… creo que sí.
—A mí no me ayuda para nada, porque no logro imaginar que alguien… Simplemente no me lo puedo imaginar. Y conocía bien a Patrik —dijo Hietalahti.
Joentaa no supo qué contestarle. Terminó la conversación y se quedó pensando en cómo habría conseguido Patrik Laukkanen atraer hacia sí la rabia de la que hablaba Salomon. Patrik no se había apartado. La persona que se le acercaba de frente no le había causado ninguna sospecha.
Miró por encima de la mesa el rostro de Tuomas Heinonen, que no quitaba los ojos de la pantalla de su ordenador y que, de vez en cuando, murmuraba un improperio.
—¿Tuomas?
—Sí… perdona… Estaba viendo un momento… cómo van…
Joentaa asintió.
—Acaba de empezar. Aún no ha habido goles —le informó Heinonen.