12

Por la tarde nevaba y la casa estaba a oscuras.

Kimmo Joentaa aparcó el coche bajo el manzano, y se enfrentó al frío. Se quedó de pie en el pasillo, muy callado, intentando reconocer algún ruido que delatara la presencia de un ser humano. Ni dirección ni fecha de nacimiento. Jamás volvería a encontrar a la mujer cuyo nombre no sabía.

Fue a la cocina y encendió la luz. Allí seguían la botella de vodka y el cartón de leche. Junto a la pila había un cuenco y el paquete de copos de avena; a su lado, una cuchara.

De manera que se había tomado un muesli al levantarse. Antes de cerrar la puerta tras de sí y marcharse.

Joentaa se sentó a la mesa y estuvo pensando en Patrik Laukkanen, con el que había estado hablando dos días antes en un tono muy profesional sobre la muerte. Y en Leena con el bebé en brazos mientras Sundström intentaba explicarle lo inexplicable. Y en Sundström, que, en nombre de la eficacia, repartía tareas. Y en Heinonen, que, a última hora, cuando Kimmo le había llevado a casa, le había dicho, en sordina y con un aire ausente: «De ahí ya no salgo»; y Kimmo no lo había entendido enseguida. «Mañana, en Inglaterra, es Boxing Day», había dicho Heinonen, y Kimmo había seguido sin entender. «Mañana, en la liga inglesa, es el día del gran duelo, y he apostado una fortuna por el Manchester contra el Arsenal». Kimmo se le había quedado mirando. «¿Entiendes?», le había preguntado Heinonen, y Joentaa había asentido vagamente con un gesto.

Luego, Heinonen se había despedido y Joentaa había visto a Paulina abrir la puerta y a Heinonen agacharse y coger en brazos a las gemelas.

Joentaa se levantó y fue al salón. Había unos niños jugando al hockey sobre el lago helado. Sobre sus cabezas, resplandecía una luna pálida y en el sofá estaba tirado aún el disfraz de Papá Noel de Tuomas Heinonen.

Creyó oír, a sus espaldas, que llamaban a la puerta. Esperó. Otra vez. Alguien estaba llamando a su puerta con los nudillos. Sería Pasi Laaksonen. Quizá para invitarle a cenar. Fue hacia la puerta tan deprisa que resollaba un poco cuando abrió.

—Cuidado —dijo ella.

Joentaa se apartó mientras la mujer de cabello rubio pajizo balanceaba ante él un árbol. Un abeto de un metro de altura. Se dirigió con decisión hacia el salón y apoyó el árbol en una esquina, junto a la pared de la televisión.

—Aquí es donde más me gustaría —dijo ella.

Joentaa asintió.

—¿Qué te parece? —preguntó ella.

—Claro. Muy bien —dijo él.

—¿Tienes algo para decorarlo? —preguntó.

—Para…

—Ya sabes…, bolas rojas, por ejemplo.

—Sí, creo… Tendría que buscar, me temo…

—Pues ponte a la búsqueda —dijo ella.

Joentaa asintió y bajó al sótano. Sabía dónde estaban las cosas. Lo sabía todo sobre el caos aparente de su sótano. Las bolas rojas que le había pedido estaban en una caja de cartón, junto a unos ángeles de madera y diversos Reyes Magos.

Subió toda la caja de cartón. Larissa estaba de pie junto al árbol y calculaba si estaba recto.

—Aquí tienes… bolas y esas cosas —dijo Joentaa pasándole la caja.

—Es bonito, ¿no? —preguntó ella.

Joentaa asintió y estuvo mirándola mientras Larissa repartía, con cuidado pero con rapidez, los adornos por todo el abeto. Luego se quedaron callados el uno junto al otro.

Fuera, en el lago, los chicos discutían. Sus voces llegaban a través de los cristales; se trataba, al parecer, de los tantos del partido.

Joentaa se quedó mirando el árbol y sintió que su rostro esbozaba una sonrisa.