Driver había escondido el Fairlane en el nivel medio de un garaje de tres plantas situado junto a un edificio de oficinas poblado principalmente por especialistas en asma, lesiones dorsales y asuntos cardíacos. Un sitio muy frecuentado, montones de gente entrando y saliendo, facilidad de acceso y de huida. Mientras salía de la austera escalera (puro cemento y anodina pintura gris), una figura emergió de las sombras junto a su coche.
—Pensé que tenía que verte por última vez —dijo Beil—. Para agradecerte la ayuda. Y para darte esto.
Una tarjeta profesional en la que solo figuraba un número de teléfono.
—Si alguna vez te encuentras… Digamos que en las últimas… Llama a este número.
Driver sostuvo la tarjeta:
—Yo no hice nada para ayudarlo.
—Oh, sí que lo hiciste, aunque no te des cuenta. Casi nunca entendemos los efectos de nuestras acciones. Ni llegaremos a entenderlos. Estamos a disposición de algún extraño poder.
Una Ford F-150 subió por la rampa y pilló la curva a excesiva velocidad, deteniéndose a unos centímetros de un Buick que salía. El provecto conductor del Buick también echó el freno, y se quedó sentado al volante, inmóvil. La furgoneta hizo sonar el claxon.
—¿Usted es uno de esos poderes extraños? —preguntó Driver.
—En absoluto. Solo soy uno de tantos que dependen de ellos. Como tú. —Beil se le acercó un poco más—. Viaja ligero, como diría tu amigo Félix, y siempre con un ojo en el retrovisor. Los tigres de Bennie no te atacarán. En cuanto a los otros, no podemos hacer nada. De momento.
Driver asintió.
—Así pues —dijo Beil—, desaparece, una vez más. Pero… —Levantó el puño, lo giró con la palma hacia arriba y lo abrió—. ¿No es precisamente eso, irte al fondo, donde viven los peces ciegos, lo que siempre has querido?
La furgoneta se deslizó en el espacio que había dejado libre el Buick. Se abrió la puerta y apareció primero una muleta y luego la otra. El conductor caminaba apoyado en ellas, con unas zapatillas de colores amarillo y púrpura.
Beil se volvió hacia Driver:
—Mi mujer sufre demencia. No es nada sofisticado y a la moda, como el Alzheimer, ¿sabes?, sino pura demencia de la de siempre. Cada mañana, antes de irme, le doy un beso y ella me dice que me quiere como a la mantequilla. Así cada día, desde hace once o doce años. Pero esta mañana, sin darse cuenta de que algo iba mal, de que algo era distinto, me dijo que me quería como a la papilla. Aprende esa lección de mi esposa. Quiere a la vida como a la mantequilla. Como a la papilla.
Driver echó a andar y, al cabo de unos instantes, vio salir a Beil de la escalera. Dos sedanes negros aparecieron de inmediato en la zona.