—Está de regreso en Nueva Orleans.
Donde, según dijo Doyle en un siniestro arrebato poético, las magnolias floridas huelen como la dulce carne humana.
—¿Crueldad o compasión? —preguntó Bill.
Driver se encogió de hombros.
Bill y Nate Sanderson habían quedado con él en el Filiberto’s de Indian School, y ahora caminaban junto al canal, esquivando a ciclistas enloquecidos y a paseantes de perros mientras la noche caía sobre ellos. Bill volvía a dárselas de enterado.
—Así pues, esa parte se ha acabado —dijo.
—Por un tiempo, en realidad.
—El mundo nunca es como creemos.
Se detuvieron para observar el canal: tres carritos de la compra, uno encima del otro como si fueran sillas; una manta hecha polvo y enrollada, atada con cuerdas a una figura humana en igual mal estado, sentada encima de los carritos. El agua atravesaba los carros y llegaba hasta las rodillas dobladas del hombre de la manta.
—Bonita imagen —comentó Bill.
Y a continuación:
—Nate y yo tuvimos otra charla con Bennie Capel. Pero esta vez en casa, con su mujer presente. El Bennie doméstico no tiene nada que ver con el habitual. Janis y yo también hace tiempo que nos conocemos.
Le llevó cierto tiempo, y no le resultó nada sencillo, pero Bill se salió del sendero y se sentó en la zona del canal cubierta de grava, con las piernas extendidas sobre la loma de la orilla. Driver tomó asiento a su lado. Miraron a Sanderson, quien les dijo que no con la cabeza:
—Rodillas chungas.
—Era un favor entre viejos amigos, de cuando Dunaway vivía en Brooklyn. Un simple trabajillo, llegar, cumplir, largarse. Pero cuando las cosas no salieron así de bien, al pez gordo no le quedó más remedio que preguntarse qué cojones había pasado. ¿Envían a dos de sus mejores hombres y se los cepilla un tío de Villamierda de Abajo, Arizona? Esas cosas no pasan.
—Iban detrás de Elsa.
—Hasta entonces, sí. Pero luego se fijaron en ti. Hablan con Dunaway, hablan con sus detectives, con sus informadores. Obtienen respuestas. Y al final, atan cabos. El tal Nino, y Bernie Rose. Dos más de los suyos, y de hace un montón de tiempo, pero tienen buena memoria. Dunaway ya no pinta nada. La sangre está subiéndoseles a los ojos.
—Suena de lo más creíble —dijo Sanderson.
—Tengo la palabra de Bennie —Bill cogió una piedrecita y la arrojó al canal—. Su gente no te pondrá la mano encima. Pero eso no quiere decir que cuando aterrice el avión de la costa este no haya otros bajándose de él.
—Eso ya me lo suponía —Driver vio pasar una zapatilla deportiva por las aguas del canal, dejándose arrastrar de manera perezosa. Por un momento, creyó ver asomarse una jeta, de una rata, de un hámster—. Estás acostumbrándote a saltarte el muro.
—Bueno… Igual es que estoy harto de espaguetis y gelatina. Esta vez no pienso volver.
—Es un buen plan. ¿Y qué piensas hacer?
—¿Quién sabe? Ir a mi bola, ver por dónde me lleva la vida, supongo.
—Sigue siendo un buen plan. ¿Y el amigo Wendell? ¿Qué va a hacer sin ti?
—Ah, sospecho que quedaremos a tomar café. Igual salimos alguna noche, pero a nuestra edad no será una noche muy larga. Y también sospecho que no tardará mucho en encontrar a otro al que incordiar.
—Ha sido estupendo conocerte, Bill. Y poder caminar a tu lado.
—Lo mismo digo, chaval. ¿Puedo pedirte una cosa?
—Sí, señor.
—¿Te acercarás a ver a mi hija?