Dos noches antes de que le rajaran el cuello, Benny Capel había hablado a su mujer de las cosas que nunca volvería a hacer.
Ella le había hecho un espléndido risotto con jamón de Parma y queso parmesano, servido con una ensalada de verduras variadas, manzanas y nueces. Después de comer, ambos se sentaron a hablar en el patio, en compañía de una botella de vino. Seguía haciendo calor, pero ahora soplaba una brisa de vez en cuando, y la noche lucía una luna casi llena. Había un búho plantado en el árbol situado en un extremo del jardín. Les llegaba el sonido apagado de la música en casa del vecino, al otro lado del callejón, clásica ligera, jazz suave, algo por el estilo.
Mañana, nada de comer a partir del mediodía, pero sí un montón de cosas que tragar. Tocaba limpieza de cañerías.
Aparecieron dos coyotes, los vieron y dieron media vuelta.
—Nunca cantaré —dijo él.
—Nunca lo has hecho —apuntó ella.
—Y nunca podré berrear cuando me cabree.
—Tú no te cabreas. No de una manera que se note.
—Nunca me tiraré horas al teléfono, hablando con los amigos. Nunca le responderé al televisor ni canturrearé con la radio. Nunca te susurraré al oído. Y nunca me reiré.
Ella se limitó a mirarlo y le dijo:
—Yo seré tu risa.
Ya no se reían mucho, ninguno de los dos, pero la recordaba diciéndolo, y el aspecto que tenía al decirlo, y cómo le hizo sentirse.
Eso nunca lo olvidaría.