—Podría enviarte a un par de antiguos colegas de por ahí abajo.
—No creo que allí funcionen los tatuajes, Félix.
—El de Doyle, sí. «Semper Fi». Y tiene una pierna falsa, una prótesis con la que no hay quien le tosa y a la que le saca gran rendimiento… Es un tío de pocas palabras, pero si te pregunta algo, te sale una tendencia natural a responderle.
—Suena bien.
—Pues voy a avisarlos, ya te llamaré.
—Cuídate, compadre.
—No lo dudes.
Billie tenía la cabeza en el asiento, con los ojos cerrados, cuando Driver volvió a subirse al coche. Habían visitado múltiples lugares. Ahora estaban detrás de una bolera que llevaba tiempo cerrada y que estaba convirtiéndose en un mercadillo y un centro de cambalaches. Había obreros pasando la pulidora por las paredes de estuco rosa.
—¿Tu amigo siempre es tan difícil de encontrar?
—Solo hasta que sabe quién lo busca.
—¿Nunca se te ha ocurrido telefonearlo?
—Prefiere los encuentros cara a cara.
—Cara dura es lo que le echa.
—A veces.
Sostenía una cinta de goma entre los dientes mientras se echaba el cabello para atrás. Se lo recogió y lo hizo pasar entre la goma.
—¿Tienes que partir la cara a alguien durante la próxima hora, más o menos?
—Puedo esperar. ¿Tenías algo que hacer?
—Iba a ver a mi padre. Pensé que igual podrías acompañarme.
Willow Villa estaba en una extensión de propiedades comerciales que se materializaba de repente, sin avisar. Ibas cruzándote con casas de estilo rancho, arbustos y plazas dobles de aparcamiento doméstico y, súbitamente, empezaban a aparecer los carteles. «Bernard Capes, Quiropráctico». «Prótesis articuladas». «Mecanismos dorsales». «Asociación de Terapias Físicas». Era como si un extraño centro comercial médico hubiese tomado posesión de la zona.
Había dos coches en el aparcamiento para las visitas situado en la parte de atrás; uno de ellos era un Pontiac GTO del 68 que parecía recién salido del concesionario. Driver y Billie vieron salir del edificio a siete ancianitas que tardaron casi tres minutos en llegar al coche y luego salieron del aparcamiento lentamente, aterrizando en la calzada con un chirrido de impresión.
Una vez dentro, ambos firmaron en la recepción. El aire era frío, rancio y olía vagamente a alcohol en estado puro. Más allá del mostrador, había dos mujeres sentadas ante sendas mesas. Una trabajaba en algún tipo de libro de registros. La otra observaba la pantalla de un ordenador, del que levantó la vista. Tenía el pelo de tres colores distintos; ninguno de ellos natural ni, ya puestos, que tuviese su origen en la naturaleza.
—Hola, Billie.
—Maxine. Has vuelto.
—Ayer mismo.
—Tu hijo está mejor, entonces.
—De momento… El señor Bill no está en su cuarto, cariño.
—¿Ah, no?
—Ha salido a dar una vuelta con Wendell, ¿puedes creértelo? Está convirtiéndose en una costumbre.
—¿Y hacia dónde han ido?
Maxine señaló hacia la parte trasera del edificio.
—Max siempre creyó que el crío tenía asma, nada más —dijo Billie mientras volvían a cruzar las puertas—. Hace dos semanas, tuvo un ataque; a las dos de la mañana, que es cuando acostumbran a darle, por lo que acabaron en urgencias del Buen Samaritano. Resultó que el chaval tiene un problema de corazón, algo que deberían haber detectado hace años. Así están las cosas.
Driver y Billie caminaron hacia dos hombres sentados a una de las mesas de plástico del patio. Un retorcido olmo chino hacía lo que podía por cobijarlos.
—Hola, papá, creí que andabas de paseo.
Antes de responder, el anciano miró un momento a Driver.
Una mirada de poli, se dijo este.
—Wendell se ha cansado.
—No me extraña.
—Wendell, ya conoces a mi hija. Y se ha traído a un amigo. Este —dijo, volviendo a mirar a Driver y luego a Wendell— es mi amigo.
—Encantado de conocerlo, caballero. Señorita Billie —Wendell se puso en pie. Las cicatrices y los tatuajes de las Fuerzas Especiales se tensaban bajo los músculos de sus brazos—. Más vale que vuelva. ¿Usted está a gusto aquí, señor Bill?
El padre de Billie asintió. Driver y Billie se sentaron a la mesa. A unos diez o doce metros, donde un sendero conducía a un grupo de árboles, había un gato que no paraba de dar saltos, retorciéndose en el aire, mientras acosaba a una enorme mariposa.
—Te veo bien aquí fuera, papá. Este es Ocho… Es una larga historia, mejor no preguntes. Trabajamos juntos.
Tanto Driver como él estaban observando al gato.
—Encantado de conocerlo, señor.
Billie se mantuvo a la espera.
—Me temo que mi padre no tiene gran cosa que decir últimamente.
El hombre se dio la vuelta y miró a Driver.
—Así que trabajas con mi chica. ¿No serás otro maldito abogado, como el último?
—No, señor. No lo soy, no.
—¿Qué es lo que no eres? ¿El último o un abogado?
—Ninguna de las dos cosas.
—Y en vez de nombre tienes un número, como el de aquella canción de Merle Haggard.
—Sí, señor, por cortesía de su hija.
—Ella siempre ha visto las cosas a su manera. Y esa es una de sus virtudes.