Ya avanzada la mañana, Raymond Phelps estaba medio dormido en la silla reclinable del patio, medio pensando en dónde pillar el almuerzo. En un tailandés, tal vez. O puede que uno de esos bocadillos a la plancha del sitio cubano. Algo le llamó la atención, le despertó del todo. Un ruido, un insecto, el hambre. Algo.

Cuando abrió los ojos, un rostro se cernía del revés sobre él.

—Más vale que no te muevas —le dijo el rostro.

Pero lo hizo, y recibió el fuerte impacto de un martillo en la tripa.

—Mira que te lo he dicho. —El martillo y la mano que lo sostenía aparecieron en su campo de visión—. Lo he encontrado junto a la pared. Hace mucho tiempo, seguro que te preocupabas de que las cosas estuviesen como Dios manda. Pero ahora, échale un vistazo. Oxidado, con el mango podrido… ¿Qué puede deducirse de un hombre a partir de sus herramientas, Ray?

—¿Quién cojones…?

Le cayó otro martillazo antes de poder acabar la frase. Vomitó: café, zumo y ácidos estomacales que le quemaban la garganta. El hombre esperó hasta que se hubo terminado.

—Quince centímetros a la derecha y te desintegro la cadera. Veinte centímetros hacia abajo…

—¿Qué quieres?

—Quiero que entiendas que esto no va a ser una conversación. Yo hago las preguntas y tú las contestas. De manera breve y directa.

Raymond hizo amago de levantar una mano para limpiarse la boca, pero se detuvo y se quedó mirando al intruso.

—Adelante —le dijo este, quedándose de nuevo a la espera—. ¿Todo en orden?

Raymond asintió.

—Hace dos días, llamaste a Richard Colé para que te organizara una entrega de dinero en Glendale.

Raymond asintió. Estaba a punto de vomitar más café, más zumo y más ácidos.

—Ese dinero era para pagar a un profesional de Dallas.

—Sí.

—¿A quién había que cargarse?

—Intuyo que ya lo sabes. —Vomitó de nuevo, pero solo le salieron unos hilillos de un fluido fino y pegajoso.

—¿Tenías una foto?

—Una descripción. Un vehículo. Sitios probables.

—¿Quién dio la orden?

Raymond empezó a hablar y se interrumpió al creer que iba a volver a vomitar, pero consiguió contenerse:

—¿Podemos pasar al interior?

El hombre se incorporó del todo, señalando con el martillo hacia la puerta del patio.

El despacho de dentro era todo lo que Raymond no era: elegante, ordenado, eficiente, limpio. Las estanterías metálicas cubrían dos de las paredes, los expedientes estaban alineados y mantenidos en su sitio por cajas con su respectiva letra, había números en los estantes y aparecían puntos de lectura por debajo de las carpetas, aquí y allá. Atisbando la cocina y más allá —mostradores sucios, cocina grasienta, pilas de platos sin fregar—, Driver volvió a quedarse pasmado ante el contraste.

Observó nuevamente las estanterías.

—Así era el mundo antes de que llegaran los ordenadores.

—Archivos virtuales, sí. Fáciles de copiar, fáciles de borrar. Y tengo duplicados de todo esto escondidos por ahí.

—¿Por seguridad?

—Por seguridad, para recordar, para archivar. Lo que tú prefieras.

Raymond señaló inquisitivamente las estanterías. Cuando Driver asintió, se acercó a ellas y extrajo una carpeta. Sin pensarlo ni dudarlo. Directamente a por ella. Se la entregó a su visitante.

Driver la hojeó. Transcripciones de correos electrónicos. Notas de contabilidad y papeleo financiero. Informes de agencias de crédito y del Better Business Bureau, una organización dedicada a las licencias. Fotocopias de notas escritas a mano que parecían salidas de un dietario o de un cuaderno de bolsillo. Listas de miembros.

—No te llevará hacia allí, pero es un mapa.

—O sea, que no se trata de alguien con el que hayas trabajado antes.

—Todo es de lo más opaco. Yo siempre miro al fondo del agua, todo lo que puedo. Igual que tú, supongo. Lo más cerca que he llegado es hasta un abogado de Nueva Orleans o alrededores.

—¿Ni idea de quién está detrás?

—Alguien podrido de dinero. —Raymond extendió la mano para recuperar la carpeta—. Dame un minuto. Haré copias.