—Paso de las cartas. ¿Y tú?

Bill ni lo miró. Otro maldito día maravilloso al otro lado de la ventana. Y la ventana, claro está, sellada.

—Y de la tele. Y ya puestos, de casi todo lo que hay aquí. ¿O es que no tengo razón?

Wendell dio la espalda a las persianas que había abierto. La luz del sol era como un borracho patoso arrastrándose por el suelo.

—Todo consiste en tomar decisiones, señor Bill. Yo puedo decidir no ser un drogadicto de mierda, que es lo que era mi madre. Y usted puede decidir no quedarse ahí tirado, como si estuviese a punto de morirse, cuando ambos sabemos que no lo está. Ni por asomo.

Wendell se echo a reír. Como para partirse el pecho.

—Decisiones. Hay que oírme: parezco uno de esos asistentes sociales que siempre están repitiendo los buenos consejos de mamá. Por no hablar de que hay algunos a los que todavía se les pone dura.

Contra su voluntad, Bill se echó a reír.

—Ahí le ha dado. Reír es algo que tampoco hacen mucho los moribundos. Otra buena cosa. ¿Se imagina el follón que se armaría en los cementerios?

Bill estaba sentado en un extremo de la cama. Wendell estaba pasándole los zapatos. Previamente, se los abrillantaba con la manga de la camisa.

—¿Sabe qué? Dentro de unos diez minutos, va a haber un concierto de gospel en la sala de día. He visto bajar del autobús a los miembros del coro y son una pandilla de cuidado. Tengo tan pocas ganas de escucharlos como usted. ¿Qué le parece si nos damos un paseíto? Sentir la tierra bajo los pies y eso.