Había conducido de regreso a Sky Harbor desde Van Buren para que su visitante nocturno los llamara y les dijese que ya estaba hecho. Por el camino, se paró en un «Todo a cien» para comprarle al tipo una camisa y unos pantalones nuevos: no iban a dejarlo subir a un avión cubierto de sangre.

El encuentro era en Glendale. Driver fue en esa dirección y aparcó en la calle del All-Nite Diner, lo único que quedaba vivo a tres o cuatro manzanas a la redonda, dado que los demás tugurios se habían convertido en tiendas de ropa y oficinas. La cafetería en sí cobijaba a dos polis y, a juzgar por los sombreros y el atuendo de película del oeste, a unos miembros de The Biscuit Band, cuya furgoneta descansaba allí enfrente. Mail N More, perfectamente visible a media manzana, abría en cosa de media hora. Driver compró un café para llevar y regresó al coche a esperar. Dedicó el tiempo a observar los cartelitos de los escaparates. Los de Mail N More rezaban:

Buzones en alquiler Envíos de dinero Fotocopias
Servicio de llamadas Mensajería Paquetes
Servicios de notaría Tarjetas profesionales Se habla español

En el escaparate de la tienda de antigüedades de la acera de enfrente ponía: «Ya no se hacen vidas como las de antes».

Pensaba en esa gente que iba detrás de él. Contratar a alguien de fuera, ¿qué podía sugerir? ¿Que tienen sus límites, que puede tratarse de un grupo reducido que trabaja por su cuenta? Pero eso no tenía mucha lógica, dada la profesionalidad de sus ataques —su propia gente les importaba, debía reconocerlo—, por no hablar de la presencia de Beil en todo esto. ¿Querían mantener las distancias y el anonimato? ¿O estaban quedándose sin soldados?

Sí, seguro.

A las 7:54, un Saturn marrón oscuro aparcó delante del Mail N More. El conductor apagó el motor y se quedó en su sitio. Cuando el rótulo que colgaba al otro lado de la puerta pasó de «CERRADO» a «ABIERTO», salió del coche y entró en el establecimiento, sosteniendo un sobre de 20 x 24. Un tío joven, negro, cercano a la treintena, traje oscuro, camisa blanca, sin corbata. Entregó el sobre al empleado del mostrador, sacó la cartera, le pagó. Cuando volvió a salir, Driver estaba sentado al volante del Saturn.

—¿Qué pasa, me olvidé de cerrarlo?

—En Phoenix no se roban muchos coches.

—¿Piensas salir de ahí?

—¿Por qué no entras tú? Podemos hablar en privado.

Driver vio cómo el tipo revisaba con los ojos la acera, las calles y la cafetería. El coche de policía se había largado unos minutos antes. El local estaba llenándose de gente de camino al trabajo. Driver metió las manos bajo el salpicadero y enganchó los cables que había arrancado antes. El motor se puso en marcha.

—Un minuto más y me largo. Si subes, me quedo.

El hombre se desplazó hasta el lado del pasajero, abrió la puerta y se quedó ahí de pie, con la mano apoyada.

—No me parece una maniobra muy inteligente —declaró.

—Cada día soy más tonto.

El hombre subió al coche, y Driver apagó el motor.

—Tan tonto —dijo Driver— que ni me preocupo por el dinero que acabas de dejar ahí dentro.

El tipo miró a Driver, y luego desplazó la vista a la calle:

—Bueno, vale.

—Lo que me gustaría es saber de dónde venía.

—¿Por qué?

—El conocimiento nos hace mejores personas, ¿no crees?

—No —repuso el otro—. La verdad es que no. No lo creo en absoluto. Me tiro cuatro años en la universidad, abrillantando pupitres con el culo, más tres años en la facultad de Derecho, y acabo de recadero. Ya sabes por dónde puedes meterte el conocimiento.

—En algún momento tomaste esa decisión.

—Decisiones, sí, claro, en eso consiste todo, ¿no? El libre albedrío, el bien común. Aún tengo por ahí los apuntes de clase.

—Las decisiones no tienen por qué ser permanentes.

El hombre se volvió hacia él:

—¿Vienes de salir en el programa de Oprah o qué?

Se quedaron mirando a un carcamal canoso que iba en un carrito de golf a treinta kilómetros por hora. Llevaba una banderita americana colgando de una antena, en un extremo, y más de una docena de pegatinas enganchadas a ambos lados del vehículo.

—¿Y ese dinero? —preguntó Driver.

—Ya sabes que no puedo decírtelo.

—Volvemos al tema del conocimiento —Driver apoyó ambas manos en el volante—. Me temo que no vas a salir de este coche.

—¿Te crees que puedes hacer eso?

—Donde yo vivo, sucede en un minuto. Y un minuto después, el liquidador está zampándose un bocadillo.

El viejales aparcó junto al Mail N More. Sacó una bolsa de plástico, de las del supermercado, del bolsillo de atrás, la abrió y entró. Salió con lo que parecían unas pocas cartas dentro de la bolsa.

—Probablemente, el momento álgido de su jornada.

—Todo es cuestión de perspectiva —sentenció Driver.

—Pues sí.

Se quedaron viendo cómo el carrito de golf reemprendía el camino por la calle, mientras se amontonaban tras él los coches.

—Acabé los estudios entre el diez por ciento más destacable de mi promoción. Había triunfado. El campus lleno de empresas en busca de talento, fijándose en mí. Cuando un bufete de primera me ofreció un trabajo, lo acepté. Había como tres jefes y doscientos indios, cada uno de ellos entre el diez por ciento más notable de su promoción, cada uno de ellos más listo que el hambre. Pero resulta que el bufete no había contratado a otro indio, sino que se habían comprado un caballo nuevo.

Driver se mantenía en silencio.

—El corral está en Highland, cerca de la Avenida 24. Genneman, Brewer & Sims. Este recado en concreto procede de Tim, el ayudante de Joseph Brewer. Pelo amarillo. Rubio no, amarillo. Y la ropa le aprieta un poco. Eso es todo lo que sé. —El carrito torció hacia el este, cuatro manzanas más allá—. Para que conste en acta: hice la entrega. Me largo, aparezco por el despacho, todo en orden.

—Y nadie está al corriente de nuestra conversación.

—A eso me refiero.

—Ya te lo he dicho: era privada.

Driver salió del Saturn y vio cómo se marchaba. No podía evitar pensar en ese hombre, que no era mucho más joven que él, francamente, como en un crío. ¿Cómo era aquella frase de Manny? «Arrojado al mundo». Un caballo nuevo, había dicho el chaval. Y ensillado, definitivamente ensillado.