Después de la cena, condujo hacia South Mountain. Eran más de las once, pero no se veía mucha actividad por allí: dos o tres tiendas de veinticuatro horas y algunos tugurios mexicanos a lo largo de Baseline. Encontró un pedrusco en el camino de subida y se quedó ahí sentado, mirando las luces de la ciudad. Los aviones aterrizaban y despegaban en el aeropuerto situado a veinte o veinticinco kilómetros: ondas en la oscuridad y silencio y un cielo infinito.

Driver no quería volver a su nueva casa, patas arriba o no. No se le ocurría ningún lugar al que le apeteciese acudir. Lo que quería era volver al coche y conducir. Conducir hasta alejarse de todo aquello. O conducir, sin más. Como había dicho el tío del garaje: solo tú y la carretera, dejando atrás toda esa mierda.

Pero no podía. Y lo que Beil le había propuesto —una vez superadas sus pegas habituales, «yo trabajo solo» o «ya tendré otras ofertas»— parecía, si no la mejor alternativa, sí la más factible.

—La gente que me contrató…

—Para solventar problemas.

—Exactamente. Como a casi todos nosotros, lo que más les interesa es restaurar el orden, que las cosas vuelvan a ser como eran. Pero ahora se dan ciertos desequilibrios. Problemas con los que mueven las piezas de un sitio a otro.

—Todo eso no tiene nada que ver conmigo.

—Digamos que tu presencia ha introducido unas variables totalmente imprevistas. Te has convertido en el quid de la cuestión, por así decir.

La atención de Driver se desvió hacia lo que parecía una colisión allá abajo, en Baseline. Primero, faros que se acercan unos a otros demasiado rápido, luego un salto en el tiempo, y después las luces que se apagan repentinamente. ¿Escuchó el golpe, un claxon, al cabo de unos segundos? Recordó una noche en Los Ángeles, años atrás, cuando estaba sentado en el Mercedes hecho caldo de Manny en el flanco norte de Baldwin Hills, en unos campos petroleros que parecían desiertos, pero que aún así seguían en plena actividad. La verja estaba abierta y entraron por un camino de tierra. La ciudad entera se extendía ante ellos. Santa Monica, el distrito de Wilshire, el centro. Las colinas de Hollywood en la distancia.

—Los fuegos diminutos del planeta —había dicho Manny—. Así los llamaba Neruda. Todas esas luces. Y también las que llevas dentro. Si tu casa arde, eso es todo lo que ves. Pero súbete hasta aquí, toma un poco de distancia, y no es más que otro fueguecito.

»Nos pasamos la vida atormentándonos por lo que ganamos o por lo que piensan los demás, mientras nos enganchamos al nuevo disco de una culona que se cargó o se folló a no sé quién en no sé qué programa de televisión, o al último idiota de pómulos marcados que se presenta a presidente; y mientras tanto, los gobiernos siguen matando a sus ciudadanos, los niños mueren por culpa de los aditivos de la comida y de la publicidad, a las mujeres les pegan o les hacen cosas peores, los laboratorios de crack se apoderan de las zonas rurales del sur, y nos mienten sin parar, constantemente.

»Lo más interesante de nosotros, como especie, puede que sea las mil maneras con las que nos las apañamos para no tener que pensar en esas cosas.

Y eso lo decía un hombre que se pasaba la mayor parte de su vida escribiendo películas infames. Bueno, la mayoría de ellas.

No paraban de aparecer ambulancias; o sea que sí, una colisión.

Driver se puso en pie. El pedrusco en el que había estado sentado estaba cubierto con pintadas, inscripciones y bocetos a navajazos: Manny habría insistido en definirlos como modernos petroglifos. En la oscuridad, Driver solo podía detectarlos, no distinguirlos. Pintadas, supuso, pintadas y corazones y fechas y nombres entrelazados. Y en caso de poder leerlas, tendrían tan poco sentido como todo lo demás.