Beil levantó la taza. El vapor le recorrió las gafas como una llovizna. Parpadeó.

—¿Sabes quién soy?

—Ningún segundón, intuyo.

—Intuyes bien.

—Aparte de eso, ni idea.

—Perfecto. Como debe ser. —Tomó otro sorbo de café—. Parece que ya tenemos algo en común. —Volvió a beber y vació la taza—. Entre otras cosas, soy el dueño de este restaurante. Me he tomado la libertad de pedir en tu nombre, y pensé que antes nos podríamos tomar una copa. Creo que prefieres el whisky de malta, ¿no? —Apareció un camarero con un frasco de cristal—. Es de Orkney. Este whisky ha pasado una buena temporada en la barrica. Esperando el momento oportuno, por decirlo de algún modo.

Driver alzó su vaso en señal de agradecimiento, tomó un sorbo y lo mantuvo en la boca.

—A los doce años, viste a tu madre matar a tu padre. Luego viviste cuatro años en Tucson, con una pareja llamada Smith. Siguen en esa casa, por cierto. Te fuiste sin despedirte y te convertiste en especialista automovilístico en Los Ángeles; uno de los mejores, según dicen. He visto tu trabajo y les doy la razón. Fue la otra carrera la que no te salió tan bien.

»A partir de ahí, te pierdes de vista, y lo que dejas atrás ya no es una casa, sino un reguero de cadáveres. Reapareces un poco después —un nuevo día, una nueva ciudad— como Paul West. Pasan los años y vuelves a desaparecer, para dejarte ver de nuevo, o, mejor dicho, pasar desapercibido, por aquí.

»Ah… Y aquí estamos ahora.

Driver recordaba lo que le había dicho Félix —«saben más de mí de lo que deberían»— mientras los camareros dejaban platos y bandejas sobre la mesa. Un plato de pasta con almejas, ternera en salsa de vino con pimientos rojos y alcaparras, una tabla con quesos y jamón, un cuenco de ensalada. Copas para vino blanco y tinto. Agua con gas.

—Come, por favor.

Driver intentaba recordar cuándo lo había hecho por última vez. Se había tomado un burrito para desayunar… ¿Cuándo? ¿Ayer, a eso de las once de la mañana? Cuando se hubo servido, los camareros deslizaron las bandejas hacia Beil, que retiró pequeñas porciones de cada una de ellas. Comieron en silencio. Los sonidos iban apagándose al otro lado de las puertas de acceso a ese reservado.

—El restaurante cierra pronto esta noche —dijo Beil.

Mirando alrededor, Driver observó que los camareros se habían retirado. Estaban solos.

Beil terminó con un último bocado de ensalada, dejó el tenedor en diagonal sobre el plato y lo cruzó con el cuchillo. Se sirvió un poco de té de una jarra en forma de tulipán. Té dulce a la sureña, había descubierto Driver. No había vuelto a tocar el vaso desde que había empezado a comer.

—Crecí en Texas —dijo Beil—. No entre los bosques de pinos, ni en ninguna ciudad, sino en las silvestres extensiones que nadie reclamaba, básicamente porque a nadie le interesaban. Tierra desnuda miraras donde miraras, y con un horizonte tan lejano como si fuese el Incógnito Más Allá. Mi madre y mi padre estaban siempre muy ocupados, él como capataz de uno de los ranchos más grandes, y ella como bibliotecaria en la población más cercana, que era donde estaba la biblioteca del condado. Mi cuarto estaba en la parte de atrás de la casa, como si fuese un domicilio separado, y ahí me pasaba los años pensando en mis asuntos, montándome una vida a base de trozos de cosas, cosas brillantes, cosas abandonadas, cosas inútiles que encontraba a mi alrededor, como si fuese un pájaro que construye su nido.

»En cierta medida, era como vivir en otro país, en otro mundo. Hasta el aire era distinto. El viento cambiaba de dirección y podías oler el ganado, su fetidez, su estiércol, procedentes del rancho en el que trabajaba mi padre, a kilómetros y kilómetros de distancia. Y también olores a tierra, a agua estancada y a podredumbre. Y a polvo. Siempre el olor a polvo. De noche, totalmente a oscuras, me quedaba tumbado en la cama, pensando en que se parecía un poco a estar enterrado. Sabía que tenía que largarme de allí.

Sonó un ruido a lo lejos, puede que en la cocina. Los ojos de Beil no siguieron el sonido, pero sus labios estuvieron a punto de esbozar una sonrisa.

—¿Tú crees que hay gente que nace con una determinada habilidad, con un talento especial? ¿Para la música, por ejemplo, o para el liderazgo?

Driver asintió:

—Pero solo algunos logran triunfar.

—Exactamente. Mi talento, como descubrí muy pronto, consistía en resolver problemas. Pero de una manera nada habitual: no estaba tan interesado en enfrentarme a los problemas como en encontrar una manera de esquivarlos. Eso me habría convertido en un científico muy flojo, ya que me dediqué a eso en un principio, pero en otras disciplinas… Bueno, el caso es que aquí estás, como suele decirse.

—Aquí estoy, sí.

—Y preguntándote por qué, sin duda alguna.

—La invitación era muy interesante.

—Trabajamos con lo que tenemos. Tú antes conducías y ahora vuelves a hacerlo. ¿Qué es eso? ¿Contumacia? ¿Capacidad de adaptación? ¿O, simplemente, volver a ser quien eras?

—Lo más probable es que la respuesta a todas esas preguntas sea «Sí».

—Que la gente intente matarte puede considerarse un problema.

—Para el que usted tiene la solución.

—En absoluto. El problema es todo tuyo. —Ya no se oía ningún ruido procedente del restaurante. A través de un panel de vidrio en la puerta, Driver vio apagarse las luces—. Pero una solución podría ser otra cosa que tuviésemos en común.